miércoles, 27 de octubre de 2010

Una copa que no fue copa pero hizo vibrar a toda Europa
































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































Aún recuerdo, como si fuera ayer, la manera tan sugestiva con que me lo contaba todo mi abuelo Toyoishi, mientras asábamos boniatos en las brasas de la chimenea a lo largo de aquellos fríos e interminables inviernos de mi niñez en Nara. Con su tono calmado aunque profundo, relataba, reconstruyéndolas minuciosamente con el movimiento de sus manos, la catarata de hazañas y proezas que, siendo él apenas un niño, hizo prender en su corazón, y décadas más tarde también en el mío, su amor por la aviación. Esa pasión incurable a la que dedicaría toda su vida. Escuché mil y una veces estas historias y nunca me cansé de oírlas, porque en mi imaginación, cada vez yo las veía, olía y sentía de una forma diferente...

Aún ahora, cuando cierro los ojos y escucho el monótono ir y venir de las olas o crepita cercana la madera de una fogata, me siento arrastrado por una fuerza irresisitible a esos días vibrantes de playas abarrotadas hasta lo inconcebible, de emplumadas aristócratas mirando nerviosas al cielo con sus catalejos desde la cubierta de sus yates engalanados con cientos de coloristas banderines y gallardetes; de albañiles, artesanos, comerciantes, dependientes, marineros, labradores, obreros, ferroviarios, mecánicos, soldados, mineros, pastores y campesinos brindando juntos en los chiringuitos a pie de playa, hermanados por una nueva victoria de su país... y, mientras me figuro el ensordecedor ruido de los motores arrancando junto a la orilla, una imagen preside todos mis pensamientos: la grácil cabriola de un ángel encarnado en mujer para poder besar sobre la cresta de una ola a su amado dios de los mares...

¡Ay, abuelo!... cuánto te echo entonces, y siempre, de menos...

En su número publicado el 14 dicembre de 1912, la prestigiosa Flight Magazine, una de las grandes referencias escritas sobre ese incipiente (apenas hacía nueve años desde que el Flyer III de los hermanos Orville y Wilbur Wright había recorrido 284 metros en 59 segundos durante su vuelo sobre la agreste playa de Kittyhawk) mundo de la aviación, daba cuenta de una noticia llamada a revolucionar el desarrollo de esa nueva y apasionante ciencia basada en hacer volar a los seres humanos a bordo de una aeronave propulsada a motor. Su sección Noticias de Aviación Extranjera abría con la siguiente información llegada desde París:


“Un trofeo internacional para hidro aeroplanos (sic).

En el banquete Gordon-Benett del Aero Club de Francia, el día 5 del mes corriente, se anunció una espléndida oferta a cargo de Monsieur. J. Schneider de un premio para hidro aeroplanos. Resumiendo, Mr. Schneider ha ofrecido para una competición internacional un trofeo de 1.000 libras esterlinas, que irá al club al que represente el piloto ganador; y, en conexión con esto, también ofrece entregar 1.000 libras esterlinas durante tres años consecutivos”.

De esta manera, en medio de un concurrido ágape celebrado con motivo de la edición de ese año de la Copa Gordon-Bennet (el oficioso campeonato del mundo de velocidad en avión, instituido con gran éxito mediático y de público en 1909 por el magnate de la prensa estadounidense James Gordon-Bennett, cuya primera edición ganó el mítico piloto y diseñador de aviones Glenn Curtiss), se sentaban las bases de una competición que pasaría a la Historia por desatar apasionadas y extremas rivalidades entre las principales potencias mundiales de comienzos del siglo XX hasta convertirse en una cuestión de orgullo nacional, que provocó un salto tecnológico tal que hizo avanzar a la aeronáutica en apenas seis años lo que se estimaba que necesitaría al menos el triple de tiempo, que llenó de glamour y concitó el interés de la aristocracia y los personajes más adinerados en aquellas ilustres sedes en que celebró sus carreras, entre las que cabe citar Montecarlo, Venecia, Baltimore, Hampton Roads o la isla de Wight...

Pero... ¿quién era este Jacques Schneider que tanto había revolucionado el gallinero de la creciente afición a surcar las nubes subido a lo que no era más que un montón de hierros, cuerdas, telas y maderas? Nacido en 1879, pertenecía a la famosa y próspera familia cuyas acererías y reputadas fábricas de cañones surtían a los ejércitos de medio mundo, incluida España, donde sus obuses de 75, 105 y 155 mm se fabricaron bajo licencia en las fábricas de Trubia y Sevilla, llegando a combatir en la Guerra de África y, posteriormente, en ambos bandos durante la Guerra Civil; también en los años 20-30 nuestro Ejército empleó, sin mucho éxito, algunos de sus tanques excedentes de la Primera Guerra Mundial, bastante mamotretos http://www.militar.org.ua/militar/tanques/tanque-Schneider-CA-1.jpg, adquiridos en los años 20 para las operaciones africanas, y cuyos últimos ejemplares se arrastraron penosa y achacosamente al comienzo de nuestra infusta y fratricida contienda...

Jacques Schneider (en la foto que abre el post, a los mandos de un hidroplano http://earlyaviators.com/lamberthydroglisseur.jpg, especie de lancha de fondo plano impulsada por un motor de avión como las que ahora recorren los pantanos de Florida, de la prestigiosa firma francesa Lambert, con el que incluso recorrió el Nilo desde El Cairo hasta Jartum, la capital de Sudán) era un gran aficionado al vuelo aerostático, y durante mucho tiempo retuvo el récord mundial de mayor altitud en ascenso en globo con 10.081 metros junto con su compañero Maurice Bienaimé. Conoció a los Wright en una demostración de sus máquinas voladoras que los hermanos realizaron en Le Mans, en agosto de 1908, y desde entonces mostró una gran afición por el vuelo en avión, hasta que un gravísimo accidente le provocó una factura múltiple en un brazo que le impidió volver a subirse en aeroplano para el resto de sus días, aunque mataba el gusanillo financiando competiciones y las aventuras aeronáuticas de otros. Cuando todo parecía perdido y con todas sus ilusiones voladoras prácticamente desvanecidas, su participación como árbitro en una carrera de hidroaviones celebrada en Montecarlo, precisamente en 1912, le inspiró la competición que uniría para siempre su nombre a la historia de la aviación. En las playas monegascas le quedó muy claro el gran retraso tecnológico y aeronáutico de los hidroaviones e hidrocanoas (técnicamente, se diferencian en que los primeros son aviones que reemplazan su tren de aterrizaje de ruedas por dos o tres flotadores en forma de zapato, mientras que en los segundos, el mismo fuselaje del avión ejerce de casco en contacto con el agua) con respecto a los aviones terrestres.

Jacques Schneider creía en las muchas posibilidades de los hidroaviones como el medio de transporte de masas más adecuado en aquellos lugares remotos que no contaban con ferrocarriles, ni con aeropuertos o llanuras donde poder aterrizar, pero sí de abundantes lagos o playas en que era posible amerizar sin muchos problemas. Eran la solución perfecta para solventar las comunicaciones y el traslado de mercancías y viajeros en los inmensos imperios coloniales que entonces se estaban labrando a golpe de cañonazos las potencias europeas y Estados Unidos a lo largo y ancho del planeta. El visionario francés interpretó correctamente que ese desarrollo tecnológico al que aspiraba pasaba, ineludiblemente, por una gran evolución de este tipo de aeronaves y que para ello era necesario organizar una competición que, por su prestigio y atractivo, espoleara la rivalidad entre las potencias aeronáuticas de entonces entre las que, pásmense, también cabía contar, aunque a un nivel mucho más modesto, a esa España aún lamiéndose las heridas por la reciente y traumática pérdida de su imperio ultramarino...

Así que aprovechó ese concurrido banquete del Aero Club de Francia para formular su propuesta: sería una competición en las que hidroaviones e hidrocanoas deberían ser capaces de recorrer en el agua, como mínimo, 550 yardas (503 metros) antes de despegar, y el aire al menos 150 millas de continuo, mientras que su fortaleza habría de permitirles estar atadas más de seis horas a una boya sin asistencia de ningún tipo. Los aviones participantes debían realizar al menos dos contactos con la superficie del mar y seguir volando, cargando con toda el agua que hubiera podido introducirse dentro de los flotadores, entonces aún piezas de muy rústica construcción.

Además, se limitaba a tres el número de pilotos por país (con igual número de suplentes) y se establecía que estos concurrieran respaldados por una institución oficial, bien en forma de aero club, algún servicio de las Fuerzas Armadas (como ocurriría con los estadounidenses) o como equipo bajo patrocinio del gobierno de cada nación participante. La Federación Aeronáutica Internacional y el aero club local que acogiera cada edición eran los responsables de organizar y supervisar la prueba. Se establecía además, que el trofeo habría celebrarse consecutivamente en el país del equipo ganador de la anterior edición, y que quien fuera capaz de imponerse en la competición tres veces consecutivas en el plazo de cinco años, se quedaría a perpetuidad con el trofeo, al que se añadirían, como es sabido, 1.000 libras esterlinas (25.000 francos franceses de entonces) para el vencedor de cada edición.

Para dar forma real al premio, Schneider contrató al reputado escultor francés Ernest Gabard, muy famoso en años posteriores a causa de sus monumentos funerarios en honor a los soldados caídos en las trincheras durante la Gran Guerra, quien reprodujo en plata sobre un gran pedestal de mármol jaspeado, una escena que sintetizaba los nuevos avances aeronáuticos con la mitología clásica: el Espíritu del Vuelo, adoptando la forma femenina de un ángel, se acercaba a esas aguas marinas de donde habría de despegar los participantes y besaba a Neptuno, cuya cabeza, junto con la de tres tritones hijos suyos, se confunden con la cresta de las olas. Una impactante imagen de 22 pulgadas y media de ancho que simboliza el maridaje entre el aire y el mar que representaban en el imaginario popular de la época los hidroaviones y que está flanqueada en su base por otros motivos marinos, entre los que sobresalen unos simpáticos cangrejos de bronce... el precio de la obra, otros 25.000 francos franceses, tal y como se estipuló el día de la presentación en París de la competición.

Llamada inicialmente Coupe d'Aviation Maritime Jacques Schneider, se da la paradoja de que, tal y como refleja su nombre anglosajón (Schneider Trophy), era un trofeo de plata en forma de escultura y no de copa lo que se llevaba a sus vitrinas el ganador... entre el gran público anglosajón, la codiciada escultura fue también conocida como Schneider Cup o con el más poético apodo de 'Flying Flirt'...

La primera edición (fotos 8 a 11), tuvo lugar en Montecarlo, el 16 de abril de 1913 (justo cuando se 'lamentaba' el primer aniversario del hundimiento del conocido transatlántico Titanic, acontecido la madrugada del 15 de abril del año anterior), y en ella tenían pensado participar contendientes de Bélgica, Francia, Reino Unido, España, Suiza y Estados Unidos, aunque, a pesar de los buenos propósitos y celebraciones sociales, finalmente sólo tomaron la partida cuatro hidroaviones franceses, uno de ellos pilotado por el americano Charles Weymann, y otro por un carismático y arrojado piloto que pasaría a la posteridad como uno de los primeros ases de caza de la Primera Guerra Mundial (logró los 5 derribos necesarios para serlo, antes de morir abatido por aviones enemigos en 1918) y a cuyos logros, entre los que se cuenta ser el primer piloto que cruzó el Mediterráneo desde la orilla europea a la africana, apenas unos meses después de su aventura en Mónaco, rinde memoria el mejor torneo de tenis sobre tierra batida, un tal Roland Garros. En el curso de esta primera carrera, que ganó de manera algo accidentada el único piloto capaz de concluir la prueba, el francés Maurice Prevost a los mandos de un Deperdussin (foto 9) que cruzó fatigosamente la meta, tras dar 28 vueltas al circuito de 10 km preparado por la organización, con sus dos flotadores repletos del agua del mar que habían embarcado durante las dos tomas obligatorias que marcaba el reglamento, Roland Garros (fotos 10 y 11) tuvo que amerizar con el motor ahogado por la ingestión de agua, mientras que Weymann -el auténtico vencedor moral- abandonó por rotura de la válvula de aceite en la vuelta 25 cuando firmaba los mejores tiempos. Circunstancia que salvó a Prevost, cuyo triunfo fue rehabilitado tras haber sido descalificado previamente, por haber cumplimentado los últimos 500 metros posado en el mar y no en vuelo, aunque eso redujo su velocidad media oficial a unos 72 km/h en lugar de los más de 200 km/h alcanzados realmente- y Espanet, el cuarto en discordia, que abandonó en el octavo giro al circuito.

Concurrir a bordo de los fantásticos aviones que construía el disoluto empresario Armand Deperdussin (todo un personaje de novela, que de cantar en cabarets belgas había pasado a ser un rico magnate gracias al comercio de la seda) era entonces una apuesta segura, ya que su modelo Monocoque se impuso en las prestigiosas carreras Gordon-Bennett celebradas en 1912 y 1913, y fue también un Deperdussin el primer avión de la historia en superar la velocidad de 200 km/h. El triunfo francés aseguró que la siguiente edición también se celebrara en aguas de Mónaco, que ya era un hervidero del famoseo de esa Europa feliz de la Belle Époque, atraído en masa por la expectación que generaban los desafíos aeronáuticos, en un ambiente que recuerda mucho al que se vive cada año con la celebración del Grand Prix de Fórmula 1 por las calles monegascas. Primera carrera y primer triunfo, un poco irregular y bastante afortunado, de un piloto francés. Ninguno más volvería a llevar el preciado trofeo al Aero Club de Francia.

Los ingleses, con ese gen que les hace tan competitivos en cualquier modalidad deportiva, aprendieron la lección, y gracias al Sopwith Tabloid (fotos 13 y 14) magistralmente pilotado por Howard Pixton -quien se inventó una ingeniosa toma que era, en realidad, un rebote con impulso sobre la superfice del mar- y construido por esas dos leyendas de la aviación mundial que fueron Tom Sopwith y Harry Hawker, se hicieron con el triunfo en la edición de 1914, donde Garros (foto 12), uno de los tres pilotos galos participantes, ni llegó a despegar por problemas durante la fase de clasificación. Cómo no, los franceses, demostrando muy mal perder, ensalzaron con gran prosopopeya el hecho de que el ganador había empleado un motor construido en Francia y también criticaron la astuta, aunque legal, maniobra de Pixton. A esta carrera se habían presentado 13 pilotos, 7 de ellos franceses, incluyendo un suizo, que quedó segundo, 2 estadounidenses, 2 ingleses y un alemán que tampoco pudo alzar el vuelo a lomos de su elegante Aviatik.

El vencedor duplicó la velocidad oficial del hidroavión ganador en 1913, lo que confirmaba el propósito de Schneider: tan sólo un año había bastado para dar un salto tecnológico de gigante en lo referente a motores de aviación y a este tipo de aeroplanos anfibios. Avances que habrían de utilizarse en la inminente guerra que, contra pronóstico, aniquiló el orden político y la prosperidad de Europa con un altísimo e irrecuperable coste en vidas humanas. Un conflicto en el que aviones como el mencionado Sopwith Tabloid, puesto a punto como aeronave de competición deportiva, desempeñaron un importante papel militar, y que supuso la interrupción de la Coupe d'Aviation Maritime Jacques Schneider hasta la conclusión de la Gran Guerra.

En 1919, el torneo aéreo visitaba por primera vez aguas británicas, las de Bournemouth, donde se concentraron multitudes que excedieron el cuarto de millón de personas, pero la organización, desbordada en todos los sentidos, fue un desastre. Los hidros participantes eran el resultado de la gran evolución tecnológica alcanzada por este tipo de aviones tras cuatro años de hostilidades. La carrera fue calamitosa debido fundamentalmente a la niebla. Había que dar diez vueltas a un circuito formado por un triángulo de 20 millas de longitud, hazaña que sólo consiguió Guido Janello, el único italiano participante, y que fue descalificado por emplear como referencia para dar sus giros un barco ajeno a la organización atracado en la orilla. La delegación italiana reclamó a la Federación Aeronáutica Internacional, entonces un verdadero coto privado de los franceses, que (tal vez por fastidiar a los ingleses y no permitirles hacer un doblete que amenazaba por dejar en sus manos el trofeo a perpetuidad) dieron la razón a la exaltada reclamación transalpina, y no sólo la carrera se trasladó al Lido de Venecia para su siguiente edición, sino que se admitió la exigencia italiana de poner, a partir de entonces, un lastre de similar peso para todos en cada avión participante, con el fin de igualar sus prestaciones. El triunfo de Janello no fue oficialmente reconocido hasta dos años después. La Serenísima aguardaba expectante a la apasionante colección de vendettas y revanchas que habrían de llevarse a efecto surcando sus grisáceos cielos y oscuras aguas...

Sin embargo, ese año de 1920, por retirada del equipo inglés y avería del único participante francés, Sadi Lecointe http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/5/51/Joseph_Sadi-Lecointe.jpg , tan sólo tomó la salida el hidroavión del italiano Luigi Bolna, que completó bien tranquilo el recorrido triangular trazado sobre las arenas y aguas del Lido el 21 de septiembre.

La edición de 1921, de nuevo celebrada en Venecia, se presentaba, si cabe, más favorable para los transalpinos, aunque incluyó nuevas reglas para intentar darle más emoción: el recorrido se amplió hasta 212 millas y los hidroaviones debían recorrer 2,5 millas por el agua antes de despegar, requisitos que exigían el empleo de motores más fiables. Nada más y nada menos que ¡16! pilotos italianos se presentaron a las pruebas de selección para ocupar las codiciadas 3 plazas a las que tenía derecho su país, mientras que la única oposición extranjera de nuevo corría a cargo del voluntarioso Sadi Lecointe, aunque, para variar, el día de la carrera el piloto galo no pudo hacer volar a su hidroavión. Giovanni de Bragantini, el único de los tres italianos que consiguió concluir el recorrido, se alzó con el triunfo a los mandos de su elegante hidrocanoa Macchi M.7... http://www.hydroretro.net/coupeen/avions/m7.htm

Tras esta carrera se añadió una nueva condición: que los aviones fueran capaces de sobrevivir solos los embates de la climatología y el mar atados a una boya un mínimo de seis horas sin ningún tipo de asistencia. Tras buscar velocidad y potencia motriz, ahora se pretendía premiar la resistencia estructural...

La tercera edición consecutiva en aguas italianas, la de agosto de 1922, vino precedida de un cambio de escenario. La competición pasó a Nápoles, y todo hacía presagiar una nueva victoria del equipo local, que así se adjudicaría de forma perpetua la posesión de la Copa Schneider... pero tuvo que venir un inglés de habilidad excepcional, Henri Biard http://2.bp.blogspot.com/_osNnT2Rvgw8/TJDDYPBjwvI/AAAAAAAAI_E/pmg1aJbaw-8/s1600/Henry+Biard+se+prepara+en+su+Supermarine+Sea+Lion+III.jpg, a fastidiarles la fiesta a los tres pilotos italianos, siendo el que cruzó primero la línea de meta con tan sólo dos minutos de diferencia sobre su perseguidor, que le pisaba los talones... Y tuvo mucho mérito, porque su avión era el mismo modelo de Supermarine Sea Lion, con leves modificaciones, que había competido en la aciaga carrera de 1919, en la que terminó estrellado. La decepción fue tremenda en toda Italia ante el inesperado revés, y la competición se trasladaba así de nuevo a las frías aguas del Canal de la Mancha.

La edición de 1923 recuperó todo su esplendor y la rivalidad entre las grandes potencias aeronáuticas. El recorrido, de 189 millas en forma de longilíneo espetec, tenía como punto de partida y meta Cowes, en la Isla de Wight. Junto a los ingleses, se inscribieron también los italianos (que abandonaron semanas antes de la carrera, celebrada a finales de septiembre), seis franceses y cuatro norteamericanos, todos expertos pilotos, dos del Ejército y los otros de la Armada, instituciones que apoyaron con todos los recursos imaginables a sus aspirantes al título, entre los que brillaba con luz propia otra figura legendaria de la que luego hablaremos, el joven teniente Frank Wilbur 'Spig' Wead http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/f/f1/Frank_Wead.jpg... y que para mí, aunque no se parezcan un pimiento, siempre tendrá la cara del no menos mítico John Wayne...

Magistralmente capitaneados por 'Spig' Wead, que finalmente no voló (acudió oficialmente en condición de reserva), los estadounidenses, a los mandos de dos poderosos Curtiss CR.3 http://www.hydroretro.net/coupeen/avions/cr3.htm cuyo innovador sistema de refrigeración por líquido en el motor cambiaría para siempre la evolución de los nuevos diseños aeronáuticos y la Historia de la Aviación, obtuvieron un resonante triunfo que dio la vuelta al mundo, con los jóvenes tenientes de la Us Navy David Rittenhouse y Rutledge Irvine http://www.doghousecrafts.co.uk/handdaf/schnei/1and2.jpg copando los dos primeros lugares de la tabla. Henri Baird, primer británico, sólo pudo ser tercero, por delante del francés Hurel http://3.bp.blogspot.com/_osNnT2Rvgw8/TJCzRKmMQfI/AAAAAAAAI9U/sXnq4N2-kU8/s1600/Schneider+Trophy+race,+1923,+Hurel.jpg, cuarto tras su abandono en la segunda vuelta, cuyo equipo, muy potente sobre el papel, había sufrido todo tipo de desgracias en forma de averías e incluso el choque contra una boya. La Schneider cambiaba por primera vez de continente entre el clamor de millones de aficionados a los grandes retos aeronáuticos que habría de marcar las decadas de los años veinte y treinta del pasado siglo.

Para entonces, había quedado muy claro que los avances tecnológicos y aerodinámicos tenían cada vez más peso en la competición con respecto a la habilidad en el pilotaje. Además, muchos eran los aviadores dispuestos a asumir más riesgos en las pruebas de sus modelos de hidroaviones que en el caso de prototipos basados en tierra, ya que contaban con el mar como húmeda 'red de seguridad' en caso de avería o accidente. Todo ello llevó a que Estados unidos solicitara aplazar la carrera de 1924 al año siguiente, petición que contó con el beneplácito general, ya que todos los aspirantes a hacerse con la plateada escultura eran conscientes de que necesitarían máquinas realmente avanzadas para alzarse con la victoria en aguas de Baltimore, la nueva sede elegida.
En esa edición, concurrieron hidroaviones expresamente diseñados para esta carrera, teniendo especial cuidado en adaptarlos a las características físicas del nuevo circuito. Tanto, que los italianos optaron por concurrir con las elegantes hidrocanoas Macchi M.33 http://rpmedia.ask.com/ts?u=/wikipedia/en/thumb/1/1a/Macchi_M.33.jpg/300px-Macchi_M.33.jpg (del que ya hablaremos luego), convencidos de que el agreste oleaje atlántico perjudicaría a los aviones equipados con flotadores. Los ingleses, por primera vez desde su debut, compitieron con monoplanos. Más de 250.000 personas siguieron en vivo las carreras, en las que se impuso otra futura leyenda, el entonces joven teniente James Harold 'Jimmy' Doolittle (foto 15), otro mítico del que también habrá que contar unas cosillas un poco más adelante...

La carrera de 1926 se celebró en la histórica playa de Hampton Roads, Virginia, escenario del primer combate de navíos acorazados de la Historia, entre el confederado 'Merrimack' y el nordista 'Monitor' http://www.corbisimages.com/images/67/F5C6EEDF-BC0A-441B-AE98-C0D90E964F93/IH010669.jpg y, tal como les había sucedido antes a los italianos, los yankees tenían en su mano la posibilidad de lograr una tercera victoria consecutiva ante su público que les hiciera poseedores a perpetuidad de la escultura diseñada por Gabard. Y la historia volvió a repetirse, pero con distintos protagonistas. En esta ocasión el triunfo fue para Mario de Bernardi, cuyo Macchi M.39 (fotos 16 y 61), diseñado por el mayor talento aeronáutico de Italia, el gran Mario Castoldi, se impuso al Curtiss del estadounidense Christian Frank Schilt. La prueba había puesto de manifiesto la determinación de la Italia de Mussolini por demostrar al mundo su condicón de gran potencia tecnológica, capaz de ganar en su propia casa al país más poderoso del mundo.

La competición de 1927, celebrada otra vez en el Lido de Venecia, escenario en el que los italianos nunca habían sido batidos (se recordaba con amargura la experiencia napolitana y el infortunado cambio de sede), se limitó a revivir de forma exacerbada la antigua rivalidad entre italianos y británicos, los únicos équipos participantes. Estos últimos acudieron a la cita con el máximo resplado de su gobierno. Sus fantásticos hidros Supermarine S.5, (foto 17) diseñados por el genial Reginald Joseph Mitchell y cuya construcción implicó numerosas pruebas en túneles de viento, fueron llevados hasta la laguna veneciana desde la isla de Malta a bordo del portaaviones 'Eagle', mientras que otros pilotos de la misma nacionalidad concurrían con otros modelos también muy competitivos. Frente a ellos, los anfitriones presentaban el no menos potente Macchi M.52 (http://www.marshmodels.com/images/MC52.jpg y http://www.hydroretro.net/images/avions/MacchiM52.jpg), elegante evolución del exitoso M.39, de los que ningún modelo pudo concluir la carrera por averías motrices, imponiéndose, finalmente, el Supermarine pilotado por el joven teniente de la aviación naval Sidney.N. Webster, que recorrió 7 veces el circuito de 50km a una velocidad máxima oficial de 453 km/h, aunque en los entrenamientos, el británico de origen sudafricano -nacido en Johannesburgo- Samuel Marcus Kinkhead , famoso héroe de la Gran Guerra y de la Guerra Civil Rusa por sus 35 derribos de aviones enemigos, a bordo de su biplano Gloster IV B http://3.bp.blogspot.com/_osNnT2Rvgw8/TJC2DCO8rnI/AAAAAAAAI9k/Ia9shooJ_tU/s1600/Calshot+1927,+Gloster+Napier+IVB.jpg había conseguido una velocidad no certificada de 523 km/h, récord mundial para cualquier aeroplano construido hasta entonces, ya fuera terrestre o anfibio, y la primera vez que una aeronave a motor superaba los 500 km/h. Tristemente, el bueno de Kinkhead se mataría en un accidente áereo el 14 de marzo de 1928 intentando establecer otro récord mundial de velocidad.

Esta nueva derrota contra todo pronóstico, fue todo un palo para la propaganda oficial fascista, que, a pesar de la mala climatología que marcó la competición, había movilizado a centenares de miles de ciudadanos para demostrar al mundo el poder de su régimen. A comienzos de 1928, se decidió oficialmente que la Copa Schneider, dado lo costoso y lo avanzado tecnológicamente de los prototipos que habían de concurrir en ella, pasaría a tener periodicidad bianual. Por desgracia, el creador del desafío aéreo más disputado e influyente de la historia, ya no podría asistir a la edición de 1929, por causa de su fallecimiento el 1 de mayo de 1928, a la edad de 49 años, y completamente arruinado tras las bancarrota de las empresas familiares y haber dedicado la mayor parte de su fortuna a la prueba deportiva que lo haría pasar a la posteridad. Su gran obra, empero, ya había sido realizada y dejaba un fantástico legado cuyas glorias aún hoy resuenan entre los amantes de la aviación.

En esta ocasión, la sede elegida era la localidad costera de Calshot, famosa por acoger una emblemática fortificación de tiempos de Enrique VIII. Como era de esperar, la competición volvió a ser un duelo en toda regla entre las dos potencias europeas que también rivalizaban de una manera cada vez más descarada por dominar política y militarmente el Mediterráneo: Gran Bretaña e Italia. Francia, que había hecho pública su voluntad de mandar un equipo, renunció por falta de tiempo y recursos para presentar una candidatura competitiva. Frente a la tradicional disposición triangular del circuito, esta vez el recorrido, consistente en 7 vueltas, tenía forma de rombo y un total de 350 km de longitud. Se calcula que más de millón y medio de espectadores disfrutaron de una magnífica visión de la carrera gracias al espléndido tiempo que ofreció esa primera semana de septiembre, con las playas de Southbeach Casttle y Lee-on-Solent especialmente abarrotadas de gentes de toda condición, entre las que cabía contar a lo más selecto de la sociedad británica, dejando pequeño a eventos como las carreras de Ascot o Epsom, y reuniendo en las aguas próximas una considerable flotilla de lujosos veleros y yates privados. Por primera vez, los mojones de la carrera estaban colocados sobre destructores de la Royal Navy, con muchos otros de sus barcos, como el veterano acorazado 'Iron Duke', con sus cubiertas atestadas de un eufórico público y buena parte del resto del mundo pendiente del desenlace del duelo.

En el nuevo duelo en la sombra entre aquellos dos titanes de la innovación aeronáutica que eran Mitchell y Castoldi, saldría de nuevo vencedor el inglés, gracias a su afilado instinto. Consciente de que el motor Napier del Supermarine S.5 había dado todo de sí, decidió dotar al eficaz diseño con una nueva planta motriz a cargo de la Rolls-Royce. De la unión resultante nació el magnífico Supermarine S.6 (foto 36) y, lo que resultó más trascendente para la Historia de la Aviación, y, sin duda, también de la Humanidad, en ese afilado hidravión de carreras se sentaron las bases del diseño del Supermarine Spitfire http://www.sonsofdamien.co.uk/JSJ_PC_Supermarine_Spitfire_prototype.jpg, el fantástico caza que sostendría al Imperio Británico en los momentos más críticos ante el imparable avance de la Alemania nazi a comienzos de la Segunda Guerra Mundial.

Aún así, lo acontecido ese 7 de septiembre de 1929 en aguas próximas a la Isla de Wight perdurará en la memoria de las generaciones venideras por lo extremadamente emocionante. Inglaterra se presentó en la competición con 2 novísimos Supermarine S.6 y un veterano Supermarine S.5, mientras que el equipo italiano concurrió con dos modernísimos Macchi M.67 (foto 21) y uno de los estupendos, aunque ya desfasados Macchi M.52 (véase la foto del trío de aeronaves listas para competir http://www.hydroretro.net/images/avions/ital29.jpg) como los empleados en la carrera de hacía dos años atrás.

Al poco de despegar, el Supermarine S.6 tripulado por Richard Atcherley, fue descalificado. Paradójicamente, el piloto británico acababa de batir los récords del mundo de velocidad en 50 y 100 km de distancia (con 535,7 km/h y 533,8 km/h, respectivamente) cuando, por culpa del viento, perdió sus anteojos, lo que afectó a su capacidad de visión debido a la gran velocidad y le hizo hizo saltarse una de las balizas colocadas en los destructores, provocando su eliminación, aunque completó todo el recorrido. Ahora eran tres italianos contra dos británicos, pero, para alivio del gentío que colapsaba la zona, y contra todo pronóstico, los dos aviones más modernos del equipo transalpino quedaron fuera de combate en la segunda vuelta al prenderse fuego a sus motores, provocando graves quemaduras en brazos y cara a uno de los pilotos y medio asfixiando al otro.

La fortuna parecía sonreír a los locales, ya que el obsoleto Macchi m.52 pilotado por Tomasso dal Molin (foto 22) se veía obligado a partir de entonces a realizar una increíble hazaña en inferioridad de condiciones para poder llevar el trofeo de nuevo a su país. Y el italiano demostró ser todo un héroe. Pilotando con inusitada habilidad, y a pesar de volar en un avión 60 km/h más lento que el del rival que le pisaba los talones, logró dejar atrás al Supermarine S.5 del inglés D'Arcy Creig, que le perseguía implacable en tercera posición. La única esperanza del italiano era que el inalcanzable Supermarine S.6 del oficial de vuelo Henry Waghorn, que lideraba cómodamente la prueba, sufriera una avería o accidente inesperados. Waghorn, consciente de su ventaja, optó por un pilotaje prudente sin arriesgar lo más mínimo. Cuando, según sus cálculos, estaba a punto de culminar su séptima y última vuelta al circuito, sucedió lo que tanto se temían los británicos: el fiable motor Rolls Royce de su Supermarine S.6 se paró en seco... Presa de la desesperación, Waghorn intentó ascender hasta unos 300 metros de altitud, con la esperanza que durante el suave picado de descenso pudiera reencender el motor, cosa que no logró. Con la baliza de la línea de meta a la vista, se vio forzado a amerizar, abatido por haber dejado escapar un triunfo que ya tenía en la mano y ante su público. Cuando la lancha de rescate enviada en su ayuda contactó con él, no vio nada más que caras de euforia y éxtasis... Inglaterra había vencido, ya que el despistado de Waghorn, a modo de un contemporáneo Phileas Fogg, había perdido la cuenta de sus giros y sumado una vuelta de más tras concluir el recorrido establecido, y sólo ya después de cruzar la meta como ganador había sufrido la parada del motor, a punto de culminar su octava vuelta. El bravo Dal Molin completó su insuficiente proeza entrando segundo, con Creig casi pegado a su cola, lo que le valió al transalpino ser condecorado en su país con una más que merecida Medalla de Plata al Valor Aeronáutico. Este desenlace, tan similar al de las actuales pruebas de Fórmula 1, lo es aún más si tenemos en cuenta que la Escudería Ferrari emplea en sus coches ese mismo rojo tan distintivo con el que los italianos pintaban sus aviones de carreras.

Los derrotados admitieron con señorío el final de la competición, y en el banquete de despedida, el gran aviador Italo Balbo, a la sazón carismático ministro de Aeronáutica de Mussolini, alzó caballerosamente su copa y dijo a modo de brindis: "hoy hemos concluido nuestra participación como deportistas; mañana comienza nuestro trabajo como competidores". En la intención de los altos jerarcas fascistas estaba hacerse con el trofeo, creando en 1930 un centro de experimentación y alto rendimiento en el lago Garda, escenario bastante propicio para este tipo de pruebas. Apenas mes y medio después de las grandes emociones vividas en Calshot, cuando todas las miradas estaban ya puestas en la próxima competición de 1931, el aciago lunes 29 de octubre, el mundo se veía sacudido por el estallido en Wall Street de la mayor crisis financiera y bursátil conocida hasta entonces, la Gran Depresión.

La profunda recesión trajo como consecuencia inmediata que el Gobierno británico anunciara oficialmente en enero de 1931 que cancelaba su financiación al British Royal Aero Club para participar en la Copa Schneider, pues no resultaba justificable un gasto semejante en plena hecatombe económica; una decisión que dejó abatido a Mitchell, sabedor de que Supermarine sería incapaz de financiar un nuevo modelo de avión -que en este caso sería el S.7- contando exclusivamente con sus propios recursos. Mientras, las autoridades italianas no escatimaban en medios para evitar ese nuevo triunfo inglés que otorgaría en propiedad el trofeo a los siempre osados pilotos de la RAF. También se esperaba una importante participación francesa, con candidaturas que volverían a competir con las últimas novedades tecnológicas de reputados constructores como Dewoitine y Nieuport, aunque finalmente los galos arrojaron la toalla por su incapacidad para fabricar a tiempo motores fiables.

A pesar de importantes campañas de opinión que intentaban hacer cambiar la decisión del Gobierno británico, remarcando el prestigio internacional que las últimas victorias habían otorgado al país, y cómo se habían disparado las ventas en el extranjero de los aviones ingleses, el Ejecutivo de Su Majestad no dio su brazo a torcer. Sin embargo, la Schneider Cup habría de contar con una inesperada hada madrina: Lady Lucy Houston, la rica viuda de un armador que donó 100.000 libras esterlinas a los organizadores de la candidatura del Royal Aero Club para poder celebrar la competición y evitar el tremendo escándalo y oprobio que supondría para la reputación del Imperio Británico una suspensión por falta de recursos económicos.

Sólo quedaban siete meses para la fecha prevista para la competición, así que Mitchell desistió de intentar construir el que sería el Supermarine S.7, optando por modernizar al máximo el S.6, a partir de un nuevo modelo más potente del motor Rolls-Royce, pasando de 1.900 hp hasta 2.350 hp, lo que exigió la instalación de un gigantesco radiador. Así nació el modelo Supermarine S.6B, quedando la designación S.6 A para los dos aviones veteranos de la carrera de 1929, que concurrirían como reservas. Todos ello habrían de ser volados por los cuatro pilotos que integraban la Escuadrilla de Alta Velocidad de la RAF.

Mientras, los hombres de Balbo entrenaban en el lago Garda integrados en el Reparto (Sección) Alta Velocita recién creado en 1930. Su gran esperanza era el tremendo Macchi S.M. 72 (fotos 28 a 31), capaz de alcanzar una velocidad increíble gracias a los 2.600 hp que le procuraban sus dos motores integrados en un único propulsor, que movía dos hélices contrarrotatorias. Sin apenas margen de mejora, ya que había realizado su primer vuelo en junio de 1931 y tenía sólo dos meses para su puesta a punto antes de la competición, todo lo que tenía de poderoso, lo multiplicaba en cuanto a falta de fiabilidad, ya que no había manera de que pudiera volar durante grandes distancias sin sufrir problemas y paradas en el motor. Desolados, los italianos pidieron un aplazamiento en busca del tiempo necesario para eliminar los defectos del SM. 72, pero los ingleses se negaron, conscientes de que seguramente no habría suficientes fondos para organizar una nueva competición, y deseosos de aprovechar la gran oportunidad de hacerse definitivamente con el trofeo antes de que otras formaciones extranjeras pudieran aceptar el desafío.
Todo ello forzó el ritmo de pruebas de los dos prototipos disponibles del SM. 72, lo que provocó que, a comienzos de agosto, se hubieran conseguido muchos progresos que devolvieron la euforia a los italianos. Todo fue un espejismo, una cruel ilusión, ya que el día 2 de ese mes el motor del primer prototipo estalló en el aire y el hidro se precipitó contra la superficie del lago, matando al piloto, el capitán Giovanni Monti. Eso dejaba en manos del único SM.72 disponible la terrible responsabilidad de enfrentarse como único defensor en solitario de la candidatura italiana al potentísimo equipo inglés, que, pese a todo, no las tenía todas consigo.


Parecía que las cosas no podían irle peor a los aviadores transalpinos, pero ellos todavía no conocían la Ley de Murphy: el 11 de septiembre -qué fecha tan infausta para el mundo de la aviación ya entonces-, sólo dos días antes de la fecha de la carrera, se estrellaba en el lago Garda el segundo prototipo, tras un incendio en el motor, cobrándose la vida de su piloto, el teniente Stanislao Bellini, y poniendo en bandeja de plata el trofeo a los británicos, a los que les bastaba con que uno de sus aviones completase el recorrido y cruzase la línea de meta.

Así, el 13 de septiembre de 1931 se celebró la carrera (foto 34), en la que sólo participó el equipo inglés. Aunque se pensaba que sería un fracaso de público, la gente respondió, ansiosa de festejar un triunfo cantado para su país. Lady Lucy Houston asistió encantada a la competición aérea desde su yate 'The Liberty', a bordo del que recibió a toda la delegación de pilotos e ingenieros ingleses, con Mitchell a la cabeza (foto 32).

De los tres contendientes que tomaron la salida, sólo el teniente John N. Boothman (foto 35)culminó el recorrido, en forma de triángulo a cuyos 50km de longitud había que darle siete vueltas, sobre el mismo escenario geográfico que en 1929, y el schneider Trophy pasó a perpetuidad a manos del British Royal Aero Club, aunque desde 1977 se exhibe en una vitrina del Museo de la Ciencia en Londres.

Así concluyó definitivamente esta carrera que tanto hizo por la evolución del mundo aeronáutico. No en vano, tres años después, el 23 de octubre de 1934, y una vez ya superados sus problemas motrices gracias, paradójicamente, a la decisiva intervención de Rodwell Banks, un experto británico en carburación de motores, el S.M.72 batió un nuevo record mundial de velocidad, fijándolo en 709 km/h, que todavía a día de hoy continúa siendo el mayor registro de velocidad obtenido por un hidroavión impulsado por hélice, sólo superado en 1989 por el hidroavión a reacción ruso Beriev A-40 http://en.wikipedia.org/wiki/Beriev_A-40, que ha acaparado desde entonces más de 140 récords mundiales, que, en su mayoría, databan de aquellos locuelos y fascinantes tiempos de la Schneider Cup.

Constituye un dato interesante el comprobar que, si bien ningún piloto perdió la vida durante los diferentes accidentes, algunos muy aparatosos, que tuvieron lugar durante la disputa de la carrera en sus diferentes ediciones, ésta si se cobró las de dos pilotos estadounidenses, un francés, dos británicos y cinco italianos durante las pruebas y entrenamientos que precedieron al momento de las diferentes competiciones.

Aunque los días del hidroavión como medio de transporte de masas llegaron a su conclusión tras la Segunda Guerra Mundial merced a los grandes avances aeronáuticos desarrollados durante el conflicto que abrieron la puerta a los aviones comerciales a reacción, la Copa Schneider, lejos de su pasado esplendor, comenzó a celebrarse de nuevo en 1981 por inciativa del mencionado Royal Aero Club. Sin embargo, esta nueva competición sólo conservaba de la anterior, además del nombre, el mismo espíritu de aventura y pasión por la victoria de aquellos míticos pioneros, así como su emblemático trofeo, del que se fundió una réplica exacta al cobijado en el museo londinense. En la nueva carrera, que desde entonces se celebra siempre en las inmediaciones de la Isla de Wight, pueden participar todos los aviones propulsados a hélice que superen las 100 millas por hora de velocidad, en general, pequeñas avionetas, aunque también suelen tomar parte vistosos aeroplanos de combate veteranos de la Segunda Guerra Mundial.

Lamentablemente, la Copa Schneider ha vuelto a ser noticia recientemente debido a la colisión en vuelo de dos de sus participantes el pasado 4 de septiembre http://www.telegraph.co.uk/news/7982154/Schneider-Trophy-air-collision-kills-two.html, durante la disputa de la Copa Merlin, un trofeo que recuerda al legendario motor Rolls-Royce Merlin que equipaba a los Spitfire y al fabuloso caza esatadounidense North American P-51 Mustang http://historydocumented.com/wordpress/wp-content/uploads/2009/07/bott4.jpg, y que siempre se celebra un día antes que la renacida Copa Schneider. El accidente, que implicó a dos pequeñas avionetas cada una con dos tripulantes, se saldó con la muerte de los ocupantes de una de ellas, lo que provocó, por primera vez desde su resurrección (aunque tampoco se celebraron las ediciones de 1982 y 1983 por diferentes motivos), la suspensión de la prueba en señal de luto....

En cuanto a los tres peliculones que inspiraron los apasionantes hechos históricos generados a la laz de la copa Schneider, siguiendo un criterio cronológico, cabe recordar, en primer lugar, 'The First of the Few', título inspirado por un conocido discurso de Winston Churchill en relación a las porezas de los pilotos británicos durante la Batalla de Inglaterra, y titulada 'Spitfire' tanto en Estados Unidos como en España; un interesante 'biopic' -aunque bastante parcial e influenciado por la propaganda de guerra británica, como es lógico- sobre la vida del genial diseñador R.J. Mitchell, que fue dirigida y protagonizada en 1942 por el actor Leslie Howard, en el papel del legendario ingeniero, cuya vida se extingió en junio de 1937, a los 42 años, a causa de un cáncer un año después de que el primer prototipo del magnífico caza Spitfire, desarrollado gracias a los avances asociados a la disputa de la Copa Schneider, hubiera alzado el vuelo... Lamentablemente, como bien sabéis los lectores de Hora de Pensar, Leslie Howard no le sobreviviría en el tiempo mucho más... http://horapensar.blogspot.com/2008/05/el-da-en-que-churchill-saba-que-mataran.html

La segunda es otro 'biopic' dirigido por John Ford en 1957, justo al cumplirse el décimo aniversario de la prematura muerte del presonaje cuya apasionante vida nos cuenta de manera algo adulterada en lo épico y sentimental, un 'Spig' Wead, al que encarnó un espléndido John Wayne en 'The Wings of Eagles', 'creativamente' rebautizada en España como 'Escrito bajo el sol'... Wead, que vio terminada su carrera militar en la Armada por una importante parálisis a consecuencia de un cruel accidente familiar, está considerado uno de los grandes padres de la aviación naval estadounidense embarcada en portaaviones, de la que era acérrimo defensor, y que resultó el elemento esencial para la derrota del Japón imperial en la Segunda Guerra Mundial. Tras su forzosa retirada del servicio activo en los años treinta del pasado siglo, 'Spig' Wead inició una brillante carrera como articulista a favor del empleo masivo de portaaviones de escolta, más baratos y rápidos de construir, en las ofensivas del Pacífico, sabedor de que su pequeño tamaño les otorgaba una gran flexibilidad operacional. Además, protagonizó una interesante trayectoria como guionista cinematográfico que le permitió conocer a quien habría de ser uno de sus grandes amigos, el aclamado director John Ford, que, apenado tras su muerte, reivindicó su memoria en esta peli magnífica donde Maureen O'Hara interpreta sublimemente a la mujer del valiente piloto naval, reeditando su fantástico duelo interpretativo de cinco años atrás con Wayne en 'El Hombre tranquilo'.

La tercera película, y la que más debe de las tres a la Copa Schneider, es la fantástica cinta de animación 'Porco Rosso', dirigida en por el verdadero dios vivo del cine de dibujos animados, Hayao Miyazaki, otro apasionado hasta las cachas (cosa muy habitual en Japón) por el mundo de los seres voladores en general, y por el de la aviación en particular, y que se estrenó, con resonante éxito en todo el mundo, en 1992.

En realidad, no dejaba de ser una adaptación, considerablemente alargada y enriquecida del manga ‘Zassou Note Hikoutei Jidai’ (La era de los hidroaviones) que el propio Miyazaki había dibujado como serie en capítulos a todo color para la revista ‘Model Graphix’, inspirado por las proezas de los particpantes en la Copa Schneider. Acentuado, además, por el gran atractivo y las muchas posibilidades narrativas que ofrecen los hidroaviones, al conceder a su pilotos la gran libertad de despegar y aterrizar de donde y cuando les plazca-siempre que haya una buena masa de agua cerca- lo que les convierte en auténticos caballos del aire... Sin duda influenciado también por la entonces todavía activa Guerra de la Antigua Yugoslavia, ubicó su historia a comienzos de los años 20, cuando algunas islas del Adriático que habían pertenecido al canallescamente despedazado Imperio Austrohúngaro vivieron en una situación de indefinición política y territorial entre los países que rivalizaban por hacerse con su soberanía, con Italia y el flamante Reino de Yugoslavia a la cabeza, todo ello complicado con la llegada al poder del fascismo... Surge así la fantástica y romática historia de un piloto afectado por una cruel maldición que se gana la vida como cazarrecompensas aéreo a bordo de su hidroavión, protegiendo desde el aire el tráfico de mercancías y pasajeros de la acción de los piratas (recuerda tanto a lo que ahora sucede en Somalia) mientras a su vez escapa de los intentos de las autoridades fascistas por capturarle, al ser considerado un desertor y discrepar públicamente del nuevo régimen. Y siempre muy presente el amor no declarado ,ni tampoco disimulado ,por Gina, su fiel compañera desde la infancia, al ritmo de la mejor banda sonora, sin duda, que haya compuesto el gran Joe Hisaishi, en la que está muy presente la influencia de la música popular italiana...
Pero lo que más nos interesa, aparte de las espectaculares escenas aéreas recreadas por Miyazaki, es la extrema rivalidad que Porco mantiene con Douglas Curtiss, un taquillero actor de películas de aventuras en Hollywood que también pilota hidroaviones de carreras (y algo más, mucho menos edificante) y que aspira a ocupar definitivamente el corazón de Gina para fastidio de su porcino contrincante. Esta competencia llega al extremo de saldarse con una carrera/combate entre los dos hidoraviones de los protagonistas, y es en esos momentos en los que, verdaderamente, el espectador se siente un participante más de una de las pruebas de la Copa Schneider.
Para acentuar el parecido con la realidad, Miyazaki pone a Douglas Curtiss (su nombre encierra un triple homenaje a los geniales diseñadores Glen Curtiss -al que ya se mencionó más arriba- y Donald W. Douglas, auténticos padres de la industria aeronáutica comercial estadounidense, así como a su paisano y popular actor de filmes de aventuras Douglas Fairbanks) a los mandos de un Curtiss, equipado con flotadores, similar al modelo con el que el americano Jimmy Doolittle se alzó con el triunfo en Baltimore, en 1925, mientras que Porco le planta cara en su potente hidrocanoa, de un modelo ficiticio, ya que, aunque supuestamente sea un Savioa S.21 (foto 53), nada tiene que ver con el modelo real, sino que es una versión mejorada del elegante Macchi M.33 que compitió en la carrera en aguas estadounidenses. En la película también aparece lo que parece ser un soberbio Macchi M.39, el avión vencedor de la competición de 1926, pilotado por Fierrali (homenaje más que evidente a la firma Ferrari), el mejor amigo de Marco Pagot/Porco Rosso que todavía presta servicio como piloto de la Regia Aeronautica fascista (el símbolo de los fascios pintado en cada avión como era preceptivo en la era mussoliniana está claramente presente en el filme).

El duelo entre el Savoia de Porco y el Curtiss de Curtiss no sólo recrea magistralmente el ambiente de público y expectación de lo que debió ser una prueba real de la Copa Schneider, sino que simboliza el desafío tecnológico entre dos escuelas diferentes, la estadounidene y la europea, así como entre los dos diseños estructurales de los hidroaviones: la hidrocanoa (Porco) y el avión dotado de flotadores (Curtiss). Combate que terminará en tablas sobre el cielo y habrá de dilucidarse a puñetazos de nuevo en tierra.

Pero, además de estos tres filmes, hay otros dos, al menos, en que adquiere un gran protagonismo el segundo gran héroe estadounidense de la Coupe Schneider, el ya citado vencedor de la prueba celebrada en 1924, el irrepetible y corajudo Jimmy Doolittle. Primer piloto del mundo en superar un vuelo a ciegas ayudado sólo por el instrumental del aparato, tan gran aviador como pequeño de talla (sabido es que ya desde muy niño aprendió a boxear para poder defenderse en el colegio de los abusos y palizas que le propinaban otros alumnos más mayores y corpulentos), combinó su carrera militar, repleta de proezas y récords aéreos, con su pasión por la tecnología aeronáutica, llegando a titularse como ingeniero en el prestigioso Massachusetts Institute of Technology de la Cambridge de Nueva Inglaterra. A pesar de tan excelso bagaje, Doolittle habría de pasar a lo grande a la historia de la aviación por idear, organizar, planificar y liderar el primer ataque de unos bombarderos medios terrestres desde la cubierta de un portaaviones, algo inconcebible hasta entonces, por considerarse imposible. La incursión del 18 de abril de 1942 a cargo de 18 bombarderos B-25 despegados desde la cubierta del portaaviones Hornet contra diversos objetivos (Tokyo, Yokohama, Nagoya, Osaka, Yokosuka y Kanagawa)del Japón Imperial, como arma propagandística que consiguiera, y vaya si lo hizo, levantar la moral de los americanos tras lo sucedido en Pearl Harbor aquel infausto domingo 7 de dicembre de 1941. Ese fantástico raid que tantas y tantas veces hemos visto reproducido en documentales y películas de tan distinto pelaje como las maravillosas '30 segundos sobre Tokyo' -en la que Spencer Tracy encarnó magistralmente a Doolittle- y 'Destino Tokyo', o la más reciente e infumable 'Pearl Harbor', en la que el sin par coronel fue interpretado por un convincente Alec Baldwin, de lo mejor del calamitoso filme junto a su inolvidable tema de amor, 'There you'll be', nominado al oscar y compuesto por la grandiosa Dione Warren http://horapensar.blogspot.com/2009/11/diane-warren-la-genial-cara-oculta-del.html para ese auténtico caballo ganador que es la seductora voz de Faith Hill http://www.youtube.com/watch?v=zhpFwpu0mGw.

Y en cuanto al increíble avance en el diseño de los hidroaviones participantes, conviene también destacar el gran número de prototipos experimentales que no cuajaron, como los franceses de la casa Bernard en 1929, o los dos italianos para ese mismo año de características revolucionarias que se quedaron, nunca mejor dicho, en aguas de borrajas... el Piaggio P.7 (fotos 25 a 27 ) y el Savoia-Marchetti S.65 (fotos 23 y 24). El primero (la P se refiere a Giovanni Pegna, el ingeniero responsable del diseño) era un verdadero estilete que, en lugar de los tradicionales flotadores, empleaban unos hydrofoils/hidroplanos similares a los de los veloces ferrys que hasta hace bien poco unían entre sí las distintas islas canarias. A pesar de lo prometedor del diseño sobre el papel, el prototipo no logró despegar durante sus pruebas en el imprescindible lago Garda, ya que las ingentes salpicaduras generadas por los hidroplanos impedían toda visión al piloto de lo que era más un torpedo en vuelo rasante que un avión propiamente dicho.
Por su parte, el Savoia-Marchetti S.65 combinaba dos motores Isotta-Fraschini de 1.050 caballos cada uno, en disposición tractora e impulsora, con el objetivo de alcanzar los 660 km/h. De nuevo la falta de fiabilidad de los propulsores, auténtico talón de Aquiles de la elegante industria aeronáutica italiana, condenó al prometedor diseño, que hubo de renunciar a la carrera de 1929. Cuando se confiaba en tenerlo listo para la de 1931, el avión quedó condenado para siempre tras cobrarse la vida el 18 de enero de 1930, de nuevo en el lago Garda, del gran Tomasso dal Molin, el colosal héroe de la edición de 1929, apenas cinco días después de haber celebrado su 28 cumpleaños. Otro devastador golpe para las pretensiones italianas de alzarse con el trofeo, como se demostraría tan sólo un año después. A modo de homenaje, el aeropuerto civil de Vicenza, región de origen del carismático aviador, fue bautizado con su nombre, así como la base aérea aledaña donde también existe un pequeño museo aeronáutico construido en su memoria, así como innumerables calles, avenidas e instalaciones deportivas de la zona.
Poco podía imaginar Jacques Schneider en aquella fría noche de diciembre en que hizo pública su invención deportiva la gran trascendencia que la misma tendría para el desarrollo de la aviación en general, no sólo para los hidroaviones, aglutinando en torno a la competición el mayor esfuerzo tecnológico en materia aeronáutica en esos 18 años en que se celebraron sus once ediciones. En apenas 19 años, los hidroaviones habían pasado a volar de 200 a más de 700 km/h, aún más veloces que cualquier avión terrestre, algo increíble cuando se concibió la competición. Pero su repercusión trascendió más allá de lo meramente técnico, pues alcanzó también a aspectos como lo político, lo turístico, lo social, lo cinematográfico y, muy especialmente, a ese creciente universo de amantes de la aviación que vieron entonces, y todavía lo hacen ahora, en el apasioanante desarrollo de estas carreras, fraguarse una incurable adicción por las aeronaves y todo lo relacionado con ellas. Y, lo que resulta aún más importante, hizo nacer en tantos millones de personas el sueño infantil de poder volar algún día como aquellos valientes pioneros y sentir las mismas sensaciones irrepetibles que refleja la cara del crío cuya foto cierra este post, Raymond Lane, mecánico adolescente de 15 años que era la 'mascota' del equipo británico vencedor en la carrera de 1929. Cuántas veces me he visto reflejado en él delante de este u otro avión en museos, bases o aeropuertos, y cómo me gusta seguir conservando esa misma expresión de regocijante ilusión que muestra su rostro en cuanto arrancan los motores y turbinas, y se enseñorea del lugar el penetrante aroma a gasolina, queroseno o JP8 , beatífico perfume al que sólo supera entre mis preferencias el que desprenden los boniatos asados al calor de las brasas en el invierno de Nara...

9 comentarios:

Conch dijo...

El libro éste lo tenías ya escrito de antes, verdad? Dime que sí, porfa, dime que sí!! Jajaja Que lo empezaste a escribir al principio del reto, que eres como Arguiñano cuando saca el plato terminado a los 10 minutos de pelar los tomates...

Eres realmente único :)

sushi de anguila dijo...

Al alimón, porque había tanto y tan interesante (al menos para mí) que contar...


En ese sentido, cada hora que transcurría sin ser acertado jugaba a mi favor...

La Copa Schneider es a los aviones lo que los Beatles a la música...

Lady M dijo...

No sé a que estás esperando para escribir tu novela...

sushi de anguila dijo...

¿Cuál de ellas, preciosidad? Muaakasss

Anónimo dijo...

Vaya rollo has contado.

sushi de anguila dijo...

Pues no lo leas...

Lady M dijo...

Ya me lo he terminado y me ha encantado!

Lo increíble es como has podido escribirlo en tan poco tiempo.

Gracias por enseñarnos tanto.

sushi de anguila dijo...

gracias a ti por leerme, y, sobre todo, por inspirarme en todo lo bueno, potable o regular que hago...

Esa es la magia de las letras... que lo que para unos es estupendo, para otros es un tostón...

Espero no perder nunca mi cara de Raymond Lane...

Wunderkammer dijo...

Me he leído esta entrada en varios días, como se merecía... eres un genio, Sushi.
Muchos recuerdos al abuelo Toyoishi, que hacía tiempo que no aparecía por aquí (jaja, Sushi, ¿te acuerdas cuando me creí lo del abuelo? Todavía me río con eso, cuentas las cosas tan bien y parecía tan real... ).
Muy interesante lo del trofeo, vamos, la parte por el todo más intrigante de toda la historia, madre mía... y muy bello, sí señor, que la escultura de Gabard es original y realmente merecía la pena tanta intriga y tantas horas devanándose los sesos.

(Ay, esos boniatos asados, qué ricos, están siendo mi antojo y perdición este otoño...)