lunes, 31 de mayo de 2010

Los ingleses matan desde más lejos...
































































































































































































































































































































































































Me moría de ganas por ver ‘Robin Hood’, la interpretación de la inmortal leyenda medieval inglesa de la mano del genial, aunque no siempre infalible ni brillante, Ridley Scott. Como alguien que lleva en su ADN los arcos y flechas, para mí unos de los mejores inventos de la humanidad junto con el cuarto de baño o la televisión, siempre he sentido una inmensa adicción hacia las historias en las que aparecieran arqueros, aunque sea de manera testimonial como en ‘La Ilíada’ o ‘La Odisea’, y no os digo nada si las portagoniza mi adorado forajido de Nottinghamshire… Pero como no quiero aguarle la fiesta a más de uno, aplazo sine die mi crítica a la última producción dirigida por el sin par Scott, aunque, para aquellos que me conozcan más de cerca, les avanzo que no deben esperar una mejor (ni peor) opinión de la que me produce ‘Gladiator’, con la que comparte tantísimos puntos en común a nivel de estructura narrativa y trama esta curiosa recreación de las aventuras de un tal Robin Longstride.

Como digo, me fascina, absorbe, embelesa, enloquece todo lo relacionado con la arquería… pocas cosas me hacen disfrutar más que ver un arco en manos de un sublime tirador lanzado sus flechas con precisión y velocidad a partes iguales. El elfo Légolas, cualquier samurai armado con su asimétrico yumi de bambú lacado, un guerrero kiowa de las Grandes Praderas, un jinete mongol, un cazador neolítico, un cateto campesino de las mesnadas de su señor feudal o al servicio de los cruzados, un jenízaro turco en Lepanto, un infante persa enfrentado al impenetrable muro de escudos de la falange griega o macedonia en las Guerras Médicas… todos ellos me ponen a tres mil por hora, me hacen reproducir instintivamente el movimiento de la tensión de la cuerda y de la suelta de las flechas, y echarme la mano a un carcaj imaginario en busca de un nuevo dardo.

Pero si hay un pueblo en Occidente que ha hecho de la arquería virtud y gloria nacional ése es el inglés. A la destreza de sus arqueros debe muchas de sus victorias en tiempos en que el arco era una respuesta eficaz y barata a la superioridad enemiga en hombres, caballos y armas. Aún más, permitía no sólo obtener éxitos impensables que desafiaban la lógica, sino que, y eso era lo realmente subversivo, propiciaba que un mero plebeyo acabara con la vida de uno o varios caballeros, tan costosamente formados durante décadas, incluso antes de que estos pudieran ni siquiera poner a distancia de sus lanzas a tan mortíferos e insidiosos tiradores…

Y es que el bueno de Robin, ya sea Hood, de Locksley o Longstride, no hubiera podido protagonizar sus hazañas, proezas y herocidades, de no manejar un magnífico Long Bow (arco largo) inglés elaborado, a ser posible, con una buena madera de tejo inglés, español o austríaco…

Considerado la ‘ametralladora de la Edad Media’, el arco largo (medía entre 1,5-1,8 m de longitud, llegando en ocasiones a los 2 m) de los ingleses permitía cubrir a las tropas enemigas con auténticas oleadas de flechas de un brazo de largo con apenas unos segundos de intervalo entre unas y otras, con los terribles estragos que ello causaba no sólo en los cuerpos sino también en la moral y espíritu de lucha del enemigo. Y todo ello a una distancia y velocidad que los enemigos ni soñaban. Sólo la controvertida introducción de la ballesta superó en precisión y alcance al arco largo, pero su lentitud de recarga y su incapacidad de tiro en parábola le concedía mucha menos versatilidad. Como sucede en no pocas ocasiones con algunas de las armas más emblemáticas de la historia, el arco largo no era inglés en origen, sino galés, y se cobró un alto precio en vidas inglesas durante la invasión de Gales a finales del siglo XIII. En cuanto concluyó la campaña, los astutos devotos de San Jorge incorporaron a partir del año 1280 a un gran número de arqueros galeses a sus ejércitos, a la vez que comenzaron a entrenar a sus propios recultas y campesinos en el uso del arco largo. Una pieza de artesanía relativamente barata de elaborar y mantener, que permitía tener un inmenso contingente de labriegos entrenados en el uso de un arma que, llegado el caso,podía ser más decisiva que las lanzas, que exigían, además, una mayor y más complicada instrucción para su más óptimo manejo.

Y por eso, se instituyó dedicar al menos un día a la semana para que los campesinos se entrenaran con el arco largo, que, como es de imaginar, sólo podía ser el domingo, y en el que se interrumpían las labores y tareas, salvo las prácticas que se realizaban en unos campos de tiro junto a las iglesias que eran meras explanadas en las que también se celebraban concursos y competiciones populares de arquería, empleando muchas veces los tocones de viejos árboles como improvisadas dianas.

Mientras en la Europa continental proliferaban los mercenarios que vivían del diestro empleo de sus lanzas, picas o alabardas, que ofrecían al mejor postor, los ‘free-lancers’ originales, en Inglaterra y Gales esa ocupación era más propia de arqueros, que brindaban sus servicios a cambio de una soldada.

Si a ello se unía lo que conseguían como botín de guerra entre los enemigos aniquilados por sus flechas, o su parte correspondiente en los rescates de nobles y ricos hombres capturados vivos en el campo de batalla, no cabe duda que los arqueros profesionales eran uno de los colectivos que mejor se ganaba la vida entre aquellos que conformaban el estamento más bajo de la sociedad medieval.- Según las fuentes escritas de la época, el tiempo mínimo de adiestramiento de un arquero inglés para poder vivir profesionalmente de su arco era de 8 años, y los grandes esfuerzos para tensar las cuerdas terminaban por crear unas características hipertrofias musculares y deformidades óseas en las extremidades superiores, asociadas a esta ocupación tan especializada...

El fabricar los arcos y flechas no era una cosa rápida e improvisada sino que requería mucho tiempo y una rigurosa planificación previa, ya que se tenían que cortar las ramas o la madera siempre en los meses más fríos del invierno y dejarla curar durante uno o dos años como mínimo. Se escogían los meses más fríos porque la savia se encuentra entonces sólo en la base del árbol y por ello los capilares del resto de tronco y las ramas están totalmente cerrados, lo que evita que, al secarse, se produzcan grietas en la madera. Por eso el tejo español de los valles pirenaicos era tan apreciado como materia prima de los arcos largos, ya que la veta del tejo es estrecha y muy larga, y los procedentes de España y Sicilia, por sus climas mas secos, tenían un crecimiento más lento y, por tanto, las vetas más apretadas. En total, la construcción de un excelente arco podía tardar hasta cuatro años.

Dada su escasez y su condición de material estratégico, Castilla prohibió en no pocas ocasiones vender tejo a los ingleses, pero éstos, tan astutos como siempre, comenzaron a importar vino castellano con la condición de que siempre les fuera enviado en toneles de tejo, que luego desmontaban para usar las duelas como listones para hacer arcos. Para evitar este fraude, las autoridades castellanas ordenaron confeccionar toneles más cortos, para que las duelas no permitieran fabricar los temibles arcos largos, aunque los ingleses descubrieron el modo de hacerlos uniendo dos duelas de barril. Cuando el tejo comenzó a escasear en tierras británicas por la sobreexplotación de la especie, se recurrió a ejemplares hispanos, austríacos y bávaros. El precio de los listones de tejo no dejó de subir disparatadamente a través de la Edad Media, ya que los cotizados árboles casi habían desaparecido del centro y norte de Europa por una tala abusiva, debido a las necesidades bélicas. Hasta 1483, se podían adquirir 100 listones de tejo por 2 libras inglesas, pero, a partir de ese año, el precio se disparó hasta las 8 libras, y ya en 1510 pasó a ser de 16 libras por el centenar de piezas... un fortunón para la época. Los arcos también se realizaban en otras maderas menos elásticas y resistentes, como la de olmo, fresno, roble, nogal, álamo o sauce... y las flechas, que pesaban entre 60 y 100 g y medían unos 80 cm de largo, también se confeccionaban con los mismos materiales y se enjaezaban habitualmente con plumas de ganso u oca.

Teniendo en cuenta las propiedades tóxicas del tejo y de sus frutos, uno no puede dejar de pensar en aquellos pobres incautos que se bebieran ese vino contaminado de los barriles castellanos, que las pasarían canutas...

Los arqueros antes de los momentos previos a entrar en batalla siempre tenían sus arcos desmontados, para evitar que se vencieran y perdieran la elasticidad necesaria. Encordar y descordarlos era cuestión de segundos, utilizando los muslos para flexionarlos y permitir la colocación de las cuerdas, elaboradas en su mayoría con cáñamo, lino o seda, y que solían guardarse debajo de los gorros o cascos, porque así no se mojaban en caso de nieve o lluvia y la grasa de propio cabello las mantenía bien untuosas y listas para la acción de una manera natural. Conviene recordar que un arco y su cuerda rinden lamentablemente si están empapados, pudiendo llegar incluso a romperse de emplearse en esas condiciones (salvo que se trate de arcos de los elfos tolkenianos o del Robin Hood de Scott, si nos atenemos a lo visto recientemente en la gran pantalla, claro).

La dotación de flechas de un arquero inglés solía ser de 24 o 36 flechas atadas en grupos de 12. Era habitual emplear como medida básica el haz (sheaf), que específicamente para las flechas equivale a 2 docenas, es decir, 24 proyectiles. Solían llevarlas al hombro guardadas en grandes bolsas o metidas en el cinturón (como se ve en las espléndidas láminas del gran Gerry Embleton para la Osprey), y no a la espalda en esos aparatosos carcajs que vemos en las películas, menos prácticos a la hora de disparar a toda velocidad. Las primeras docenas de flechas que lanzaba un arquero solían ir rematadas con puntas largas especiales para penetrar en las pesadas armaduras de la bestias y jinetes que integraban la caballería, mientras que la ultima docena empleaba puntas de doble filo (barbadas) más eficaces contra la infantería y en tiros a menor distancia. Antes de que se agotase la dotación de flechas de los arqueros en línea de batalla, se les suministraba otra completa o las que fueran necesarias, desde los carros del bagaje estacionados en retaguardia, en cantidades también calculadas en docenas exactas (una medida de cálculo y de comercio muy común en toda Europa hasta la invención del sístema métrico decimal fue la 'gruesa' -gross-una docena de docenas, equivalente a seis haces= 144 unidades), generalmente a través de niños, que eran lo suficientemente ágiles y rápidos para realizar este trabajo en pleno fragor de la batalla, algo similar a lo que harían después en los navíos de línea, que recorrían de arriba abajo para surtir de pólvora a los cañones de los distintos puentes; arriesgadas tareas que recuerdan remotamente a las que hoy desempeñan los niños recogepelotas en los torneos de tenis. No es de extrañar que tantas idas y venidas en plena batalla, se cobraran las vidas de bastantes de esos auxiliares infantiles encargados de reponer la ‘munición’ bajo el fuego de los arqueros y ballesteros enemigos sin más protección que sus rápidas piernas. También se empleaban, para la caza de aves y en los enfrentamientos navales, curiosas puntas de saeta con forma de cuchilla en media luna, para cortar las jarcias y cabos del velamen enemigo, y otras puntas de flecha con una pequeña cavidad en la que se insertaban estopas y otras materias combustibles a las que se prendía lumbre para emplearlas como flechas de fuego.

Para disparar más rápido, los arqueros solían clavar sus flechas enfrente de su posición, que solía estar situada detrás de una herse (foto 11), o barrera de estacas de madera con las puntas bien afiladas, que protegía a los tiradores de las cargas de la caballería. Los ingleses soltaban sus flechas cuando el enemigo se encontraba a unos 300 metros de distancia, por lo que caían con una pronunciada parábola de efecto devastador conocida como 'lluvia de muerte'. El ritmo de tiro podía llegar a alcanzar los 8 disparos por minuto, e incluso más (de 12 a 15) si se necesitaba una rápida y masiva lluvia de flechas, pero 6 disparos por minuto era el ritmo máximo sostenido, y ya resultaba agotador y muy doloroso para los dedos que tensaban las cuerdas, puesto que hablamos de arcos de entre unas 90-180 libras (41-70 kg) de potencia, así que solía ser algo menor a lo largo de las batallas... y eso tirando al bulto, que muchas veces apuntar exigía cambiar velocidad por precisión.

La cola para pegar la plumas a los astiles se solía obtener a partir de espinas de pescado, trozos de piel y hueso cocidos hasta conseguir una pasta, a la que se añadía como aglutinante un poco de cal viva. Si era posible, para grandes cantidades de flechas se prefería la resina de abedul, más resistente y eficaz que las colas de origen animal e indemne a los ataques de la humedad. La apreciada ‘Cola de Moscovia’ o Isinglass (fotos 5 a 9), obtenida a partir de las mucosas de la garganta y de la vejiga natatoria del esturión del Danubio (Acipencer guldenstaedtii), era una de las más efectivas y buscadas, y muy especialmente en el Imperio Otomano y Oriente Medio para la elaboración de arcos compuestos. Actualmente, el cotizado adhesivo piscícola (ronda los 1.500 euros el kilo si procede de las mejores especies de esturión, que son las del Caspio) se emplea fundamentalmente en la restauración de los códices iluminados medievales. Los ingleses también empleaban otra secreción pegajosa que extraían de la preciosa y azulada flor que ellos llaman ‘common bluebell’, nuestro jacinto del bosque.

Tal sería la importancia que los soberanos británicos otorgaban al arco largo, que solían disponer de amplios lotes (tanto de armas completas como de los listones de madera necesarios para su relaización) de miles de piezas acumuladas en la Torre de Londres, que ejercía de arsenal de la Corona para tiempos de conflicto. En 1342, Eduardo III tenía preparados 7.000 arcos y ¡tres millones! de flechas para su invasión de Francia. En 1360, el arsenal de la Torre contaba con 4.062 arcos decorados, 11.303 arcos sin pintar, 4,000 listones de madera para fabricar arcos y 23.646 haces de flechas, o, lo que es lo mismo, 567.404 saetas dispuestas para su uso. Incluso en pleno Renacimiento, con el imparable auge de las armas de fuego portátiles, ese gran arquero y defensor del arco que fue Enrique VIII procuró tener amplias dotaciones de este arma en sus arsenales. Así, en 1510 compró al Dux de Venecia unos 40.000 listones de madera de tejo para hacer arcos, y en 1534 la armería de la Torre contaba con 30.000 arcos almacenados.

Tal sería el éxito y la identificación de los ingleses con su arma favorita, el arco largo, que, a partir de finales delsiglo XVIII, y todavía más en pleno éxtasis imperial victoriano, y tal vez como una reminiscencia inconsciente de las grandes victorias de un remoto y heroíco pasado como el que reflejaba en sus obras Sir Walter Scott, la práctica del tiro con arco fue asumida por las clases acomodadas británicas como una de sus máximas distracciones, especialmente entre las mujeres. Féminas que acudían a las numerosas competiciones y concursos de arquería propios de la época estrujadas por sus estrechos corsés y cubiertas con llamativos pamelones… lo más idóneo y cómodo para soltar flechas con precisión… También ocupó un lugar importante en la educación y el ocio de los hijos de estas familias ricas, que, paradójicamente, pasaban el rato con una ocupación considerada propia de plebeyos e indigna para los de su clase. Otra de las divertidas ‘venganzas’ que propicia la Historia. Decisiva resultó la fundación en 1790 de la Royal Toxophilite (amantes del arco, en griego clásico) Society, cuyo patrono era el propio Príncipe de Gales, futuro Jorge IV, y que fijó muchas reglas por las que se rigen las competiciones actuales de arquería en el Reino Unido.

Este inusitado fervor por el tiro con arco , tuvo, entre otros efectos, el de 'fomentar las relaciones sociales', pues no pocos veían en la moda de apuntarse a los incontables clubes y sociedades de arquería que proliferaban por todo el país una estupenda ocasión para el flirteo, la presentación en sociedad o la ostentación de riqueza por parte de una burguesía terrateniente y mercantil cada vez más pujante. Unas sociedades que también organizaban reuniones y cenas a las que muchos de sus miembros acudían ridículamente vestidos al intentar recrear las auténticas indumentarias medievales.

Esta adicción inglesa a conseguir victorias matando más lejos que el enemigo se reprodujo, aunque de otra manera bien distinta, durante uno de los períodos en que Inglaterra vio más amenzada su supervivencia como nación independiente ante la amenaza de invasión de una potencia enemiga: la campaña de 1588 a cargo de la Grande y Felicísima Armada, a la que los incontables enemigos del Imperio Español denominaron burlonamente ‘Invencible’, eso sí, una vez derrotada por los elementos, el azar, la mala suerte y unas decisiones tácticas no muy atinadas en momentos clave.

Como vemos en la foto del Museo Naval de Porstsmouth, el combate marítimo de entonces vivía inmerso en una auténtica revolución... de la técnica del abordaje, la preferida por los españoles dado lo invencible de su fogueada infantería en el combate cuerpo a cuerpo, se estaba evolucionando hacia el combate artillero entre navíos a cada vez mayor distancia, mediante unas piezas espectaculares en su tamaño y longitud, realizadas en su mayoría de hierro colado y bronce, con nombres tan fascinantes como sacres, culebrinas, pedreros, falconetes...
El único (y muy intenso) duelo a cañonazos como tal entre ambas flotas, el combate de Gravelinas, del 2 de agosto de 1588, ha sido tradicionalmente mitificado por la historiografía y la tradición populares inglesa como una gran derrota de la flota española machacada impunemente por los navios de Isabel I a más distancia de la que podían replicar sus cañones. En esta ocasión, y como han revelado los más recientes y rigurosos estudios, la igualdad fue la que presidió el intenso cañoneo entre ambas flotas... la solidez de los buques hispanos y la agilidad de los británicos minimizó los daños entre los enconados rivales, y la cosa terminó en tablas y un colosal gasto en pólvora, que dejó exhaustas las santabárbaras de ambos bandos, pero que estratégicamente perjudicaba infinitamente más a los españoles, muy distantes de sus fuentes de aprovisionamiento de munición.

Paradójicamente, el arco largo continuó siendo un arma fundamental no sólo en la dotación de los buques ingleses, sino también entre las tropas de la milicia (un tercio de la misma empleaba aún arcos y flechas por dos tercios las armas de fuego) y las guarniciones de los castillos costeros llamadas a oponerse a cualquier desembarco español en suelo británico.

Todo llega a su fin, y la inolvidable era de la supremacía del arco largo inglés concluyó en 1595, cuando la Corona ordenó reemplazar todos los arcos almacenados en los arsenales por armas de fuego. La última batalla en la que hay constancia escrita del uso de los arcos largos, por las tropas realistas, fue la de Tipper Muir (actual Tibbermore, Escocia), en 1644, durante la Guerra Civil Inglesa. Se dice, y probablemente sea cierto, que el propio Duque de Wellington pensó en crear cuerpos de tiradores dotados de arcos largos con los que abrumar a base de lluvias de flechas las formaciones napoleónicas, carentes de cualquier armadura o coraza protectora... pero, cuando quiso llevar a cabo su idea, descubrió con gran tristeza, que no existían en toda Inglaterra arqueros tan bien entrenados (recordemos que era cuestiòn de años y años de dedicación) y en número suficiente para rememorar las antiguas glorias medievales. Las tropas de Napoleón se libraron así de sufrir el mismo destino que sus antepasados en Crecy o Agincourt... Pero no las alemanas de Hilter, que, precisamente en tierras francesas, padecieron los flechazos del último soldado británico capaz de matar enemigos en el campo de batalla con su arco (de tejo español y 100 libras de potencia) y flechas... y de asaltar una posición al frente de sus hombres enarbolando una pesada espada ancha escocesa... el legendario Jack Churchill (foto 19)... http://www.arcobosque.com/kronus05.htm

Como era de esperar, la definitiva desaparición del arco largo en los arsenales ingleses, generó importantes tensiones sociales y económicas en el, hasta entonces, poderoso lobby de los artesanos fabricantes de arcos (bowyers), de flechas (fletchers... para los que quieran saber el origen de estos dos populares apellidos...), de cuerdas de arco y de los herreros productores de los millares de puntas de flechas necesarios anualmente... cuyos integrantes solicitaron a la Corona la persecución de otras actividades deportivas consideradas 'fuera de la ley', como el fútbol (una versión primitiva del mismo con un reglamento diferente) o los recién nacidos golf y cricket, que tanto furor causaban y que habían hecho caer en desuso la práctica dominical de la arquería... A pesar de todas estas medidas y prohibiciones reales, el sector decayó irremisiblemente, hasta la leve recuperación experimentada a partir del siglo XVIII.

Pero vayamos a la moderna proeza que ha recordado a las hazañas con el arco del proscrito Robin Hood y otros tiradores de leyenda. Desde el siglo XVIII, el ejército británico ha hecho de la capacidad de fuego de sus infantes una de sus grandes virtudes, y todo gracias a una repetitiva y exigente instrucción: así, de todos los soldados del orbe, eran los que disparaban más veces en menos tiempo, y además,de manera sostenida. Con la aparición de los rifles, cuyo cañón rallado superaba en precisión y alcance a las balas disparadas por las ánimas lisas de los mosquetes, se inauguró esa arraigada tradición de contar con excelentes francotiradores en el ejército de Su Graciosa Majestad que aún hoy perdura. Curioso resulta el origen del término que define a los grandes tiradores en lengua inlgesa: 'sniper'; literalmente 'cazador de becadas', que comenzó a utilizarse a finales del siglo XVIII entre las tropas británicas acantonadas en la India, y que reconoce le gran mérito que supone derribar de un disparo un ave tan astuta y escurridiza como la mencionada becada http://es.wikipedia.org/wiki/Scolopax_rusticola (snipe en inglés), que está considerada la carne de caza más sabrosa que existe.

Como no podía ser menos, en noviembre de 2009 un ‘sniper’ británico batió el récord mundial de longitud para un enemigo abatido por disparo a larga distancia. Y, con mayor mérito, el tirador que lo consiguió no lo hizo con el arma de mayor alcance disponible entre los arsenales occidentales, como serían los rifles antimaterial del calibre .50 (12,7 mmm) sino haciendo uso de una auténtica maravilla de la tecnología militar británica y digno heredero de los long bow de antaño; un fantástico super rifle nacido para cumplir con las necesidades del exigente campo de batalla afgano, y que pone de manifiesto tres cosas de altísima trascendencia en los tiempos que corren, tan condicionados por los recortes presupuestarios en materia castrense: el compromiso de las autoridades civiles y militares británicas de dotar mediante un plan urgente, sin escatimar en gastos, a sus hombres con un arma ganadora que pueda salvar las valiosísimas vidas de unos soldados que se enfrentan a un enemigo temible; el incalculable mérito de contar con una industria autóctona capaz de poder fabricar un arma tan poderosa y sofisticada, que ya quisieran las tropas estadounidenses, y de la que tan sólo un reducido grupo de países, como Alemania, Polonia u Holanda, y las fuerzas especiales de Bangladesh e Indonesia, han podido dotarse de una versión menos sofisticada, la L115A1 (foto 22 y última foto del post), adaptada a sus necesidades; y, sobre todo, la excelente preparación de los soldados británicos, y más en concreto de sus francotiradores, dignos continuadores de la línea que se inició con aquellos arqueros medievales que desarzonaban a los caballeros enemigos con la misma facilidad con que los actuales snipers se cepillan a los talibanes y guerrilleros de Al Qaeda a centenares de metros de distancia (pincha este enlace si quereís ver los resultados, aunque advierto de que resulta poco agradable http://tmq2.files.wordpress.com/2007/08/sniper-kill.jpg).

Hablamos del Accuracy Long Range Rifle L115A3, que está reemplazando en las unidades al que podríamos considerar su 'hermano menor', el también magnífico L96 Sniper Rifle, igualmente fabricado por Accuracy International y de un calibre ligeramente inferior, que es también el arma de francotirador a media distancia empleada con gran éxito, entre otros ejércitos, por las Fuerzas Armadas Españolas http://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Accuracy_AW_Ej%C3%A9rcito_Espa%C3%B1ol.JPG.

Para quien no domine el tema, en los ejércitos occidentales se manejan principalmente 4 calibres
diferentes para las armas de francotirador (foto 33, de izquierda a derecha, de mayor a menor potencia): .50 Browning Machine Gun (12.7×99mm), .338 Lapua Magnum (8.6×70mm), .308 Winchester (7.62×51mm) y .223 Remington (5.56×45 mm)

Esa auténtica bestia que es el L115A3 no deja de ser una versión mayor calibre del más antiguo y liviano L96. El nuevo rifle emplea un cartucho más potente, el .338 Lapua Magnum (8,6 x 70 mm) frente al del L96, el bien conocido .308 Winchester (7,62 x 51 mm NATO). La mayor potencia del Lapua .338 implica un vuelo más tenso y rectilíneo (y, por tanto, más preciso) por menor incidencia del viento, una mayor contundencia en sus efectos y, lo más relevante en el caso que nos ocupa, una mayor distancia recorrida en su vuelo desde que abandona el cañón del rifle... Y de paso, de manera más silenciosa, gracias al fabuloso supresor de sonido enroscado en la boca de su cañón.

Vista la necesidad de dotarse de un arma tan espectacular para salir bien librados del avispero afgano, el Ministerio de Defensa británico puso en marcha el programa SSI (Sniper System Improvement), al que destinó 11 millones de libras esterlinas. Como era previsible, la firma elegida fue Accuracy International, ubicada en Portsmouth, pues lo que se le pedía era una apreciable mejora de su ya excelente rifle L115A1. Cada uno de las nuevas armas alcanza el astronómico precio de 23.000 libras esterlinas (6.900 sólo el arma pelada, sin ningún complemento), y se han adquirido un total de 580 armas destiandos a los tres ejércitos, cuyos usuarios se entrenan en la prestigiosa Escuela de Armas de Apoyo de Warminster.

Teóricamente, el nuevo rifle y su proyectil consiguen un alcance eficaz de 1.531 yardas, o lo que es lo mismo, 1.400 m, frente a las 870 yardas (800 m) de su predecesor. Pero hete aquí que, como es bien sabido y más si hablamos de un pueblo tan competitivo como el británico, los récords están para ser batidos, y más si se dispone de una joya tecnológica como el L115A3. Hasta la entrada en servicio de este fusil, la persona que había liquidado a otra de un disparo a mayor distancia era el cabo canadiense Rob Furlong, del Regimiento de Infantería Ligera Princesa Patricia, y esa proeza la consiguió en marzo de 2002 empleando un pesado fusil antimaterial MacMillan Tac50, arma espléndida fabricada en Phoenix, Arizona, que los candienses denominan C-15, cuyo superior calibre (12,7 mm) permitió al suboficial abatir a un guerrillero de Al Qaeda que manejaba una ametralladora pesada a 2.657 yardas (2.430 m) , durante la Operación Anaconda en el Valle de Shah-i-Kot, necesitando tres disparos hasta dar en el blanco.

Furlong había desbancado a otro de sus compañeros, Arron Perry, que en 2001 había eliminado a otro combatiente islámico en la misma zona a una distancia de 2.526 yardas (2.310 m) empleando el mismo arma. Ambos habían superado el legendario récord de distancia que databa de 1967, cuando, en plena Guerra de Vietnam, el sargento de los Marines Carlos Hathcock, abatió a un enemigo a 2.500 yardas (2.286 m) con un único disparo de una ametralladora pesada M-2 del calibre 0.50 (también 12,7 mm) especialmente modificada y equipada con una mira especial Unertl, aunque el suboficial, toda una leyenda en el mundo de los francotiradores de uniforme, afirmó con humildad que la suerte tuvo mucho que ver con su éxito.

Pero, como en aquellos heroicos tiempos bajomedievales en que los duelos a larga distancia se resolvían a golpe de long bow, lo más lógico es que el récord absoluto quedara en manos de un inglés. El cabo de caballería Craig Harrison, de las Tropas Montadas de la Casa Real, (foto que abre el post) logró sus dos blancos a la increíble distancia de 2.707 yardas (2.475 m) merced a su L115A3, a pesar de su menor calibre respecto a los rifles del calibre 0.50 (12,7 mm). Para ello contó con unas condiciones climáticas excepcionales y una ausencia casi total de viento que pudiera desviar los proyectiles. Hasta entonces, se consideraba que, a semejante distancia por encima de su alcance útil, sólo serviría para lanzar disparos sin precisión alguna a modo de intimidación. Nada más lejos de la realidad. Ese soleado día de noviembre en la localidad afgana de Musa Quala (escenario de tremendos combates en 2006 entre los talibán y las tropas anglocanadienses), Harrison y su acompañante (los francotiradores siempre actúan en un binomio en que el acompañante le marca los blancos y le ofrece protección mientras se concentra en apuntar, como el dúo de holandeses de la foto 22 combatiendo, y no 'repartiendo magdalenas' como los nuestros, en Afganistán) advirtieron sobre un cerro la presencia de dos talibán prestos a emplear su ametralladora pesada (foto 32) contra tropas británicas y del gobierno afgano, y que, confiados por su posicion defensiva, se sentían a salvo de cualquier respuesta enemiga, hasta que Harrison les tomó como blanco.

Nueve disparos necesitó para fijar la puntería (cada rifle lleva un cargador con cinco balas Lapua .338 Magnum, capaces de atravesar el casco de un soldado a una milla de distancia que cuestan 2 libras esterlinas cada una) hasta que hizo diana con el décimo, que atinó en el pecho al enemigo que manejaba la ametralladora, mientras que, acto seguido, acertó al asistente municionador en el costado. Hasta dar en cada uno de sus blancos, la potentísima bala había volado durante tres segundos, debido a la inmensa distancia a recorrer, a una velocidad de 936 m/s. Para que nos hagamos una mejor idea, para cubrir esa misma distancia, un atleta necesitaría 6 minutos trotando a tope, un avión de pasajeros unos 10 segundos a velocidad de crucero, y un automóvil a velocidad máxima permitida en autovía casi 80 segundos.

Hay que tener en cuenta que el L155A3 dispone, para el tiro diurno, de un fantástico visor Smith & Bender (foto 30), de 25 aumentos (frente a los 12 aumentos del visor del L96) que permite ajustar la puntería en medidas tan diminutas como 0,1 miliradianes. A la distancia a la que apuntaba Harrison, cada modificación de 0,1 milirradianes sobre la mira equivalía a unos 25 cm reales en la zona del blanco, lo que exige una gran precisión y toneladas de experiencia para obtener el máximo partido de esta maravilla de la óptica. El L115A3 ha sido también dotado de los más modernos visores nocturnos, que ofrece a las tropas británicas unas capacidades ni soñadas hasta ahora... El SVIPR2+ (foto 33) de apenas 1 kg de peso y que permite seguir blancos a 1.200 m de distancia en noche cerrada y acertarles a unos 750 m... su único defecto es la cantidad de batería que chupa... necesita 4 pilas para tan sólo 6 horas de funcionamiento, frente a las 60-70 horas de la competencia, lo que encarece mucho su funcionamiento...

El cabo Harrison, casado y padre de un niño, vive actualmente en Cheltenham. Tras seis meses de servicio en Afganistán volvió a casa, donde fue recibido como un auténtico héroe, tras haber salido ileso de un disparo en su casco y sufrir el vehículo en el que viajaba una explosión en carretera que le supuso una fractura de ambos brazos de la que ya está plenamente recuperado. Su letal estadística incluye 12 enemigos muertos y 7 heridos, muy lejos del récord de 93 abatidos oficialmente (aunque se especula tambíen con un buen número de heridos y muertos no confirmados) establecido por el recordado Carlos Hathcock, pero que, sin duda, recupera las tradiciones de esos antepasados suyos tan acostumbrados a cepillarse a los adversarios a larga distancia... hace honor al inextinguible legado de aquellos fabulosos arqueros ingleses que conmocionaron al Viejo Mundo con sus increíbles proezas y, aún más importante, demuestra que hay gobiernos que no escatiman y gastan lo que sea necesario cuando la vida de sus hombres corre el más mínimo peligro...

viernes, 21 de mayo de 2010

El auténtico sabor de la aventura



































































































































































Junto a su serie estrella en torno a las andanzas de un joven reportero, Hergé contribuyó a la grandeza de la historieta europea de entreguerras, con otros personajes, si bien menores en el conjunto de su obra, bastante capaces de rivalizar en el aspecto gráfico y la frescura que aportaban con el propio Tintín. Entre ellos, cómo no, Popol y Virgina; tan en la línea de los primeros personajes de Disney, o ese par de gamberretes flamencos llamados Quick y Flupke que son el antecedente más evidente de nuestros castizos Zipi y Zape. Pero, sin duda, la gran serie que a mediados de los años treinta del pasado siglo estuvo en condiciones de rivalizar, e incluso superar en fama al rubiales del mechón y pantalones bombachos fue la protagonizada por los dos hermanos Legrand y su mascota, un travieso mono chimpancé cuyas barrabasadas tanto recuerdan a las protagonizadas en la gran pantalla por la tarzanesca Cheeta.

Jo, Zette y Jocko (canallescamente rebautizados en una reciente reedición española publicada por Panini como Jorge, Sara y Pipo) aportaban frescura, diversión y un gusto por la aventura basada en avances tecnológicos de la época (los grandes raids aéreos, los submarinos, los codiciados 'rayos mortales' capaces de eliminar todo un ejército, el cine o la radio...), epítomes del modernismo y el progreso como las grandes urbes de Estados Unidos y esos exóticos paraísos todavía sin hollar por el hombre blanco en pleno auge del colonialismo....

Con ese cóctel de ingredientes, Hergé preparó un producto de primera, seis años después del nacimiento de su Tintín, a petíción del padre Courtois, director del semanario francés 'Coeurs Vaillants' (corazones valientes), publicación dirigida a la juventud católica responsable de la difusión en tierras francesas de las aventuras de Tintín desde 1930 y que ofrecía así unos personajes que encarnaban los valores familiares mejor que el intrépido periodista, que carecía de familia o parientes conocidos. Tal ha sido su éxito desde entonces, que no faltan los muñequitos de plomo del trío entre los productos oficiales con el sello de Hergé (foto 13)

Para crear a Jocko, Hergé se inspiró en un mono de peluche, que replicaría un poco el papel del tintinesco Milú. Jo y Zette eran hijos del brillante ingeniero Jacques Legrand, que lo mismo te diseñaba un avión de ultimísima tecnología como el avanzado avión estratosférico Stratonef H 22 que te construía con éxito un puente colgante en una ubicación aparentemente imposible, mientras que su madre era la típica y abnegada ama de casa de la época.

Pronto secundadas por el éxito, las aventuras del trío comenzaron a publicarse en formato bitono en enero de 1936 con la primera de sus aventuras, 'El rayo misterioso' (plancha que abre el post), editada tras la Segunda Guerra Mundial en 2 tomos: 'El Manitoba no contesta' y 'La erupción del Karamako'.

Les seguiría, entre 1937 y 1938, 'El Stratonef H.22', agrupada en dos tomos a todo color publicados a partir de 1946: 'El testamento de Mr. Pump' y 'Destino Nueva York'. A modo de anécdota, en uno de estos álbumes aprece ya la figura de Rastapopoulos, enemigo encarnizado de Tintín

En abril de 1939 comenzó a publicarse lo que hoy conocemos como 'El Valle de las Cobras' (incialmente titulada 'Jo y Zette en el país del Maharadjah'), historieta que, como ocurriera con 'Tintín en el país del oro negro' fue interrumpida por causa del conflicto bélico y cuya finalización no tuvo lugar hasta 1953, empleando Hergé como verdadero 'negro artístico ' en el anonimato a su brillante colaborador Jacques Martin, autor de series míticas como 'Alix' o 'Lefranc', entre otras muchas, que sonríe a su vera en la foto conjunta, y cuya huella es claramente perceptible en el estupendo resultado final...

Esta aventura maravillosa, que comienza en los Alpes y concluye en el imaginario reino hindú de Gopal, es muy tintinesca y recoge influencias de los álbumes previos de Hergé relacionados con Oriente. Las divertidas secuencias que propicia el marajá, un tipo caprichoso y engreído que acaba salvando el pescuezo gracias a las buenas artes de la familia Legrand, forman parte de los mejor del cómic hergeniano. El álbum se encuentra, sin duda entre lo mejor del padre de Tintín, y constituye un digno remate para una serie que Georges Remi decidió abandonar definitivamente al sentirse constreñido y limitado por la necesidad de tener que pechar siempre con un trío protagonista que no le dejaba mucho margen de maniobra.

Sin embargo, decidió concederles una segunda oportunidad y contactó con Greg, uno de los mejores guionistas de la historia del cómic y el que, sin duda, mejor y más elegantemente ha lucido bisoñé, para que le preparara el argumento de la nueva pericipecia de los hermanos Legrand y su mono, que llevaría el título de 'Jo, Zette y Jocko y el Thermozero', aunque, finalmente, Hergé desechó la idea original y retomó el guión para una aventura de Tintín para la que realizño algunos story boards (fotos 2, 3 y 4; mirad qué chulada, y cómo el propio Hergé se distrae dibujando al margen otros personajes, aviones, barcos...) y una primera página completa, existiendo la creencia de que el abocetado completo de la historia, tal y como sucediera con 'Tintín y el Arte Alfa' se custodiaba en los ya tristemente disueltos Estudios Hergé... y hay quien sugiere que, tal vez, algún día, nos llevemos una sorpresa y sea publicado por quien actualmente detenta los derechos sobre esos fondos... ¡¡¡ni más ni menos que Canal + Francia!!!

Aunque parezca increíble, las aventuras de Jo, Zette y Jocko no se publicaron en lengua inglesa hasta 1986, transcurrido medio siglo justo desde que vieron la luz en la revista francesa. Como no podía ser menos, la historieta elegida fue 'El Valle de las Cobras', cuyo inmediato éxito propició que al año siguiente se editaran los otros cuatro tomos.

Si aún no los conocéis, os recomiendo vivamente su lectura para pasar algo más que un buen rato...