lunes, 12 de mayo de 2014

'Canarias' y 'munitionettes', heroicas vencedoras en la Gran Guerra de las mujeres...






Ahora que ha vuelto ‘Downton Abbey’ a las pequeñas pantallas de nuestro país y está próximo a celebrarse el primer centenario de la Primera Guerra Mundial, resulta de lo más interesante recuperar la memoria de un colectivo muy específico que refleja como pocos los descomunales cambios de todo orden (social, económico, industrial, político…) que provocó la Gran Guerra en el Reino Unido: el de los y las ‘Canaries’; hombres y mujeres –éstas en número creciente- que trabajan en las fábricas de munición y cuya permanente exposición a los productos químicos les provocó una progresiva decoloración en la piel, en tono amarillo, a la que debían su singular y ornitológico apodo.

A las mujeres, más en concreto, se las conocía popularmente como las ‘munitionettes’, como si fueran un grupo musical de éxito de los años 60 del pasado siglo.

En 1900 se estimaba que en el Reino Unido uno de cada ocho habitantes, por encima de dos millones y medio de personas, eran empleados del servicio doméstico, categoría laboral con diferentes escalas de ingresos que iban desde los bien pagados y atendidos sirvientes de ricos y aristócratas a los que trabajan apenas a cambio de un lecho y un plato caliente en los hogares de la clase media baja. Las mujeres solían entrar muy jóvenes a servir, la mayoría a los doce años, una vez concluida -si habían tenido esa suerte- su paso por la escuela.

(Esta proporción de la población dedicada al trabajo en los hogares resulta tan alta a nuestros ojos porque hemos perdido la perspectiva de la gran revolución que han supuestos los electrodomésticos en la reducción de las tareas domésticas de todo tipo, a lo que se unen los avances sociales y laborales en este colectivo).

En 1914, tal y como recoge el historiador británico Malcolm Chandler en su estudio monográfico 'The Home Front 1914-1918', había casi 6 millones de mujeres trabajadoras en el Reino Unido, sobre una población femenina que frisaba los 24 millones. El mayor porcentaje de mujeres (un 25%) trabajaba en el servicio doméstico, hasta totalizar casi el millón y medio. Unas 900.000 mujeres de todas las edades trabajaban en las fábricas del sector textil, mientras que más de medio millón se ganaban tortuosamente el pan en los llamados -debido a las pésimas condiciones laborales en las que trabajaban sus miembros- 'sweated trades', los habituales talleres clandestinos tan de moda hoy día en los que los trabajadores son explotados en condiciones que bordean la esclavitud. Por si fuera poco, las mujeres solían cobrar entre un tercio y la mitad que los hombres por realizar los mismos trabajos.

El estallido de la guerra generó, entre otros comprensibles miedos, una gran incertidumbre, lo que llevó a muchos patronos a desprenderse de parte o totalmente de su servicio doméstico, fundamentalmente mujeres. Gente que, en la mayoría de los casos, se quedaba en la calle, con pocas o nulas perspectivas de ingresos y de encontrar un nuevo empleo lejos del ámbito que conocían, y expuestos a gastar sus escasos ahorros de toda una vida de duro trabajo, si es que los tuviera, en esa Gran Bretaña devorada por la inflación de precios y las restricciones debido al conflicto armado.

Sin embargo, la misma guerra que había dejado en la calle a centenares de miles de mujeres con ganas de trabajar, vendría a resolverles el problema. A finales de 1914, muchas habían reemplazado en la industria bélica a los hombres que habían marchado como voluntarios al frente. Al menos 212.000 mujeres trabajan entonces en factorías de armamento, cifra que superaría el millón en 1918.

Al principio, muchos asalariados en estas fábricas se opusieron radicalmente a la contratación de las mujeres, ya que era costumbre pagarles menos que a los hombres por realizar el mismo trabajo (y que vemos que sigue aún hoy vigente, lamentablemente), y temían que, con el tiempo, se les bajase a ellos los sueldos en primera instancia, como anticipo de su posterior sustitución por las más económicas féminas; circunstancia que, finalmente, no se produjo.

Para las ‘munittionettes’, su trabajo en las factorías de proyectiles y explosivos no sólo supuso una bendición que las sacaba del desempleo en una época donde la protección social brillaba por su ausencia, sino que, además, les permitía ganar un sueldo mucho mejor (aun siendo inferior al de sus compañeros masculinos) que el que cobraban como tatas, criadas y cocineras. También salían ganando en unos horarios más racionales y en un trato más profesional y justo por parte de sus patrones que el que recibían en los hogares en muchas ocasiones, en las que estaban muy presentes los abusos físicos o el maltrato.

Una vez comprobado y demostrado que las mujeres podían hacer el mismo trabajo que los hombres en las fábricas y con idéntica calidad, el Gobierno británico decidió adoptar una política de subsidios a los hogares cuyo cabeza de familia había marchado al frente, lo que hizo que muchos de los trabajadores más capaces, una vez que les fue garantizado que sus esposas e hijos no quedarían desatendidos en caso de fallecer o ser mutilados en el frente, se incorporaron a las Fuerzas Armadas, dejando un hueco que debían de ocupar las mujeres, como así finalmente sucedió, y más tras la instauración del servicio militar obligatorio en marzo de 1916 (hasta entonces era voluntario).

La delicadeza y habilidad manual de muchas mujeres, acostumbradas a realizar trabajos finos de costura, sastrería o cocina, se adaptaba de perlas a la fabricación de balas, granadas, espoletas y todo tipo de proyectiles, que requerían más precisión que fuerza. Además, se consideraba a las mujeres de ojos azules como especialmente adecuadas para las labores de calibrado. Pronto, las ‘munitionettes’ se convirtieron no sólo en un orgullo para su país sino también en una de sus fuerzas humanas de mayor trascendencia estratégica y capacidad productiva.

No faltaron jóvenes damas de la alta burguesía y la aristocracia que, seducidas por la propaganda oficial, quisieron formar parte del personal de las fábricas de armamento, pero su poca predisposición y costumbre a obedecer órdenes, y su carácter autoritario, en ciertas ocasiones, hacían preferible a los encargados de las fábricas relegarlas a puestos como la gestión de la cantina o el comedor. No obstante,  muchas señoras pusieron a sus sirvientas a realizar el trabajo para el que ellas se habían postulado inicialmente.

Pero todos estos logros tuvieron un gran coste en vidas y graves lesiones, no siendo infrecuente que se produjeran explosiones en las fábricas, polvorines y talleres que podían cobrarse varias decenas de vidas… y luego estaba la maldita y mortífera exposición a productos químicos como el azufre, y, sobre todo, el altamente tóxico TNT, cuyo compuesto principal era la trinitrofenilmetilnitramina o tetril, también llamada nitramita o tetralita, elemento clave en la elaboración de explosivos en las dos grandes guerras mundiales y altamente contaminante incluso por vía aérea…

La contaminación no se quedaba sólo en el tono amarillento de la piel. Muchas mujeres se quedaron casi calvas, un síntoma que pasaba más desapercibido en el caso de los 'canarios' varones... A otras el cabello se les fue poniendo de color verde. Lo más cruel fueron los incontables casos de infertilidad detectados y otros tipo de desarreglos relacionados con el ciclo menstrual que, en muchos casos, se relacionaba con dolencias propias de la condición femenina. A estas mujeres se les dio una ración extra de leche a diario, como remedio para combatir los efectos del envenenamiento químico, cuyos síntomas fueron ya detectados en agosto de 1915, mientras que las primeras víctimas por esa causa se registraron oficialmente en marzo de 1916. Hasta el final de la guerra, otras 400 darían la vida por su país víctimas del veneno mientras trabajaban fabricando municiones... Unas dos fallecidas de media por semana... Todas estas bajas y muertes fueron ocultadas por cuestiones de seguridad nacional a la opinión pública (y, por tanto, al excelente espionaje alemán asentado en el Reino Unido) por una férrea censura militar, que buscaba no sólo mantener el flujo de trabajadoras a las factorías -ocultando los graves riesgos- sino también mantener alta la moral y la cohesión social en el país.

Tanto hombres como mujeres sufrían a menudo de dolores en el pecho, taquicardias, vómitos, pérdida de apetito, cianosis, dificultades respiratorias, estreñimiento crónico, mareos y somnolencia,  mercurialismo o hidrargirismo, migrañas, nauseas, vómitos, anemia, palpitaciones, exceso de bilirrubina en la orina, eczemas e irritación cutánea, llegando en ocasiones a tener que protegerse con máscaras de gas, como si estuvieran en el mismo frente, para poder desarrollar su labor...Y todo ello, sin tener en cuenta el intenso frío o el asfixiante calor que asolaban las fábricas en invierno y verano, respectivamente.  Las mujeres embarazadas, en periodo de lactancia o al cuidado de bebés, transmitían a sus hijos en la mayoría de casos, y con efectos terribles, las tóxicas consecuencias de su trabajo en las fábricas, aumentando exponencialmente el número de víctimas inocentes.  Demasiados sacrificios a costa de la propia salud que, sin embargo, contribuyeron decisivamente, desde el llamado Frente de Casa, a la victoria final de la Entente sobre los Estados Centrales... impactante la foto que cierra el post, de una chica de 18 años y un anciano de 80 acarreando proyectiles de artillería mientras los hombres jóvenes combaten en el frente

Pero el otro gran triunfo de estas decenas de miles amarillentas y verdosas 'canarias' sin alas lo constituyó la gran revolución social y laboral de la condición femenina en el Reino Unido. Muchas de aquellas antiguas jóvenes sirvientas del hogar eran ahora operarias industriales cualificadas de primera categoría, telegrafistas, oficinistas o secretarias, acostumbradas a ganar un salario fijo y a un régimen laboral y de horarios que nada tenía que ver con el del servicio doméstico.

Por primera vez, las mujeres habían contribuido en igualdad de condiciones, méritos y sacrificio que los hombres a ganar una guerra. Y por ello ya podían exigir derechos, como el del voto, reservado hasta entonces sólo a los varones. A veces, de la más terribles tragedias, brotan las flores del progreso y la justicia. Las mujeres del Reino Unido e Irlanda, mayores de 30 años y registradas como propietarias en el censo municipal o casadas con un varón propietario censado, o que disponían de una propiedad que rentase anualmente un mínimo de 5 libras esterlinas o que poseían un título universitario, obtuvieron finalmente en 1918 el derecho al voto. En total, más de 8 millones de mujeres, a pesar de requisitos tan restrictivos en favor de las clases más pudientes basados en el patrimonio y la formación intelectual. Hasta esta revolucionaria medida, sólo el 24 % de los adultos británicos tenía derecho al voto dada la legislación vigente. En noviembre de ese mismo año, coincidiendo con el armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial, las mujeres británicas obtuvieron el derecho a presentarse como candidatas al Parlamento. No fue hasta 1928 que las féminas del Reino Unido mayores de 21 años obtuvieron el derecho al voto sin ningún tipo de restricciones. Una gran victoria en una guerra que, paradójicamente, comenzó a librarse entre bombas, explosivos y proyectiles del más diverso calibre.

¡HURRA POR LAS 'CANARIAS'!

P.S.: Aún hoy día, perduran las diferencias salariales según el género en el Reino Unido: mientras la media por hora trabajada se paga a 26,54 libras esterlinas en el caso de los hombres, a las mujeres les corresponden 18, 32 libras esterlinas. La revolución iniciada por las 'munitionettes' dista mucho de haber concluido...