viernes, 16 de abril de 2010

16 de abril: El día que cambió el mundo...





















































































































































































































































































































































































Hoy es 16 de abril. Una fecha, aparentemente, como otra cualquiera de las que pululan por el calendario, pero en la que hace exactamente 264 años, cambió decisivamente la historia de la Humanidad en un remoto moor o muir (páramo) de Escocia. Escenario insólito que habría de pasar a la posteridad por ser el emplazamiento de la última batalla librada en suelo del Reino Unido. Ese inhóspito paraje, situado a unas pocas millas al este de Inverness, capital de la Highlands, recibe el nombre de Culloden, que en gaélico significa ‘Detrás del pantano’, una llanura cuyo poco firme suelo de turba es el resultado de la incesante descomposición de helechos y rizomas...

El pasado mes de agosto tuve la suerte de disfrutar de un maravilloso viaje por tierras escocesas en la mejor compañía. Lamentablemente, fuera del Reino Unido la batalla de Culloden Moor http://es.wikipedia.org/wiki/Batalla_de_Culloden es prácticamente, una gran desconocida, por lo que nuestra expedición no tenía previsto visitar tan histórico lugar. Pero gracias a las buenas artes de nuestro magnífico guía, Diego Esteban, un historiador toledano vinculado familiarmente con el clan escocés de los McKenzie, consciente de la trascendencia del lugar, volvimos a nuestro hotel empleando un desvío que trancurría por el mismísimo límite del afamado campo de batalla. Ante mis ojos, ese lugar tan legendario para mí desde aquellos días de infancia, en que leía las obras de Stevenson, Sir Walter Scott y otros autores en los que se relataba el terrible final de la causa jacobita... y la emoción brutal que uno sólamente siente en aquellos escasos momentos a lo largo de una vida en que se te cumplen los más perseguidos sueños... Una auténtica catarata de sensaciones la que me engulló tras contemplar a lo lejos el Cairn o memorial tradicional en forma de columna de piedras con el que se recuerda a las víctimas del bando jacobita, las lápidas que recuerdan el lugar en que cayeron o fueron rematados sus líderes más destacados, al imaginarme por esa campiña repleta de arbustos la feroz y desesperada carga, espada ancha en mano, de los highlanders rebeldes frenada en seco por las descargas de mosquete y las afiladas bayonetas del bando hannoveriano, tan superior en número y poder de fuego...

A quienes estén leyendo el post y les apetezca conocer qué ocurrió en tan desolada paramera, de esas que tanto abundan en tierras caledonias, un frío y lluvioso día de abril, y cómo influyó decisivamente en la historia universal ese breve aunque sangriento enfrentamiento disputado entre apenas 14 millares de combatientes, les invito a introducirse en un apasionante periplo histórico cuyo desenlace tanto habría de determinar el mundo en que vivimos. Procedamos pues con nuestro viaje al pasado... fijemos fecha: 11 de diciembre de 1688... elijamos escenario: la Corte Real de la Inglaterra de la Restauración, una nación plagada de disensiones internas, inmersa en una feroz rivalidad comercial y colonial con España, Francia y Holanda, y vecina de una Escocia tan levantisca y dividida como siempre se nos ha mostrado en novelas, dramas teatrales, poemas y películas.... allá vamos....

I-¿Revolución Gloriosa o riña familiar?

Ahí está él, cariacontecido, furioso y desorientado... Jacobo II de Inglaterra y VII de Escocia, monarca católico de un reino mayoritariamente protestante, y que acaba de ser descabalgado del trono por una conspiración urdida por los principales dignatarios y militares protestantes de sus reinos en favor de su yerno (que era también su sobrino, hijo de su hermana, la princesa María Estuardo), el príncipe holandés Enrique Guillermo (Hendrik Wilhem) de Orange, casado a su vez con su prima hermana María, hija mayor del primer matrimonio del soberano destronado. Triste episodio de traiciones dinásticas que ha pasado pomposamente a la Historia como la Revolución Gloriosa.

El soberano británico, acompañado por su segunda esposa, la italiana María de Módena, y su recién nacido hijo Jacobo Francisco Eduardo, (de apenas unos meses de edad y cuya venida al mundo era la verdadera causa del destronamiento de su padre por unos súbditos temerosos de volver a estar bajo la soberanía de un monarca católico) halló acomodo en la Francia de Luis XIV, su gran valedor y enemigo a muerte del príncipe de Orange, quien en 1689 asumió el trono de ingleses, escoceses e irlandeses como Guillermo III de Inglaterra y II de Escocia junto a su esposa, ahora reina María II (En realidad era ella a quien le correspondía la corona por derecho de sangre, pero dejaban los asuntos reales en manos de su esposo, del que estaba profundamente enamorada, y del que, a pesar de tres abortos, no pudo tener desdendencia). Es en honor de este soberano neerlandés, al que los protestantes del Ulster llaman con cariño 'King Billy', que cada año se celebran las controvertidas marchas por tierras norirlandesas de la Orden que lleva su augusto nombre.

María II falleció en 1694, y su esposo Guillermo en 1702. Les sucedió la princesa Ana, hermana menor de María, nacida también del primer matrimonio de Jacobo II con Ana Hyde. Aunque tuvo ¡¡¡17 hijos!!! y sufrió dos abortos de su matrimonio con el príncipe Cristian de Dinamarca, ninguno de los retoños de Ana sobrevivía cuando ésta accedió al trono. En 1707 se produjo un hito histórico, al producirse la creación del Reino Unido de Inglaterra y Escocia mediante la Ley de Unión aprobada por ambos parlamentos (escandalosos por notorios y elevados fueron los sobornos y compensaciones económicas que recibieron los parlamentarios escoceses partidarios de la integración, 110 contra 67 en la votación final), aunque la inmensa mayoría de la población escocesa, sobre todo los partidarios jacobitas del rey en el exilio, renegó de tal invento, del que hoy aún tenemos como gran testimonio la bandera británica, la Union Jack, suma de todas las preexistentes. Irlanda se sumaría posteriormente, en 1800. Como vemos, la visión que Mel Gibson nos ofrecía en 'Braveheart' de una Escocia dividida, con clanes enfrentados entre sí en lugar de afrontar unidos a la amenaza inglesa y con su nobleza descabezada y sobornada por los ricos vecinos del sur, parece corresponderse más a esta época que al siglo XIII... o tal vez es posible que en esos cinco siglos nada hubiera cambiado al norte del Muro de Adriano....

Por esta ley de Unión, que sí que dejaba en manos escocesas cuestiones como las relativas a su organización religiosa, independiente de la anglicana, Escocia se veía inmersa en una unión monetaria, comercial y territorial, y aceptaba como propia la Ley del Establecimiento, todavía hoy en vigor, y por la que se vedaba el acceso al trono a un soberano católico o a cualquier miembro de la Casa Real casado con un cónyuge de esta fe (razón por la que el príncipe Michael de Kent, entre otros ejemplos menos conocidos, está excluido de la actual línea sucesoria tras su matrimonio con la baronesa alemana María Cristina von Reibnitz)... disposición que imposiblitaba el regreso algún día de los exiliados Estuardo incluso como soberanos de Escocia. Además, con la integración, la reina pasó a ser Ana I de Inglaterra y de Escocia, monarca muy querida por sus súbditos, y durante cuyo reinado trascurrió la mayor parte de la Guerra de Sucesión Española, toma de Gibraltar incluida...


Un año después de firmada la gran Paz de Utrecht, en 1714, la reina Ana falleció sin herederos directos, dejando vacante el trono. En virtud de la Ley de Sucesión (1701), el parlamento eligió como nuevo soberano a Jorge I, el elector de Hannover, un hosco y mujeriego príncipe alemán bisnieto de Jacobo I de Inglaterra por parte de su madre Sofía (nieta de aquel), y primo segundo de la recién fallecida reina Ana, cuyos grandes méritos a ojos de sus nuevos súbditos eran su fe protestante y su condición de enemigo acérrimo de Francia.

Este Jorge I (1660-1727) nunca aprendió inglés, empleando el alemán, ¡y en ocasiones hasta el latín!, para comunicarse con los miembros de su gobierno. Hasta 1760, con la coronación de Jorge III, todos los gobiernos británicos fueron responsabilidad de los Whigs, ya que muchos de los Tories más prominentes eran sospechosos de apoyar la causa jacobita.

La elección, de dudosa legitimidad, dio alas al exiliado Jacobo Eduardo Estuardo, a quien Luis XIV había reconocido como Jacobo III de Inglaterra y VIII de Escocia a la muerte de su padre en 1701.

El llamamiento del “Viejo Pretendiente”, pues así recuerda la posteridad al entonces aún joven príncipe Estuardo, contó con numerosos partidarios en Inglaterra y sobre todo en las Highlands escocesas, en donde estalló la insurrección armada, suprimida en 1716 por el duque de Argyll. El 4 de febrero el pretendiente huyó nuevamente rumbo a Francia, mientras sus partidarios, especialmente los ingleses, sufrieron terribles represalias por parte de las autoridades hannoverianas.

Luis XIV había fallecido el 1 de septiembre de 1715, y con él los jacobitas perdieron a su principal valedor. Al Rey Sol le sucedió en el trono su biznieto Luis, un enfermizo niño de cinco años bajo la regencia del duque de Orleáns y la tutela del cardenal Fleury. Orleáns, partidario de la alianza con Inglaterra, mandó en 1718 al pretendiente Estuardo al exilio en Italia. A ningún historiador escapa la decisiva influencia que tuvo en la caprichosa personalidad del nuevo rey esa ausencia de cualquier tipo de cariño familiar durante su niñez, sometido al control de los dos adultos. A la muerte de Felipe de Orleáns (1674-1723) el joven soberano asumió el poder con sólo 13 años y nombró a Fleury primer ministro. El clérigo mantuvo la política de entendimiento con Gran Bretaña diseñada por Orleáns.

Una vez consumada la derrota, el pretendiente jacobita promovió una alianza secreta con Carlos XII de Suecia, que estaba deseoso de vengarse de sus pérdidas territoriales en favor de su vecino Hannover. El pacto quedó en suspenso al hacerse público y los jacobitas pusieron entonces sus últimas esperanzas en España.

En Europa se vivió un periodo de relativa calma después de la Paz de Utrecht. Sin embargo, las relaciones hispanobritánicas sufrieron un pronto deterioro debido a los intereses contrapuestos de ambas partes en la enrevesada política continental de entonces. España mantenía abierto su conflicto con Austria, que se oponía a reconocer los derechos del recién nacido Infante Don Carlos (nuestro futuro Carlos III) sobre los ducados de Parma, Piacenza y Toscana. Inglaterra, Francia y Holanda ofrecieron su mediación a las partes, rechazada por España, que en 1717 ocupó Cerdeña.
A la ocupación española respondieron las agraviadas potencias formando la Cuádruple Alianza junto a Austria. A pesar de la amenaza, España envió una poderosa flota a tomar Sicilia. Los británicos, al tanto de la maniobra española, enviaron a Sicilia una flota aún superior a la española, a la que derrotó el 11 de agosto de 1718 en la batalla del Cabo Passaro sin mediar declaración formal de guerra, que sólo se produjo en diciembre. Poco después, el regente Felipe de Orleáns declaraba la guerra a España.

La respuesta hispana consistió en el envío de una flota a tierras escocesas con 6.000 soldados para apoyar la rebelión jacobita, pero las tormentas sólo permitieron la llegada a Escocia de 300 soldados y 2.000 mosquetes, que poco pudieron hacer por la causa de los Estuardo. El 10 de junio, las tropas rebeldes (entre ellas unos 270 españoles) fueron derrotadas en Glen Shiel junto a los miembros del clan Mckenzie que forman parte de esos bravos ancestros de mi venerado Diego Esteban, pocos días después de la heroica resistencia ofrecida en el famoso y cinematográfico castillo de Eilean Donan por un valeroso puñado de españoles, también capturados y deportados de vuelta a casa desde Edimburgo junto con sus otros compañeros de armas.

II-En Roma se alumbra una nueva esperanza

Suprimida la rebelión en Escocia, el 31 de diciembre de 1720 nacía en Roma el príncipe Carlos Eduardo Estuardo (en gaélico escocés, Teàrlach Eideard Stiùbhairt), bautizado Carlos Eduardo Luis Juan Casimiro Silvestre Severino María Estuardo Sobieski, conocido entre sus seguidores como el “Joven Pretendiente”, y protagonista de los cuatro retratos que abren el post, en distintos momentos de su niñez y juventud. El 26 de enero de 1720 España firmó la paz con la Triple Alianza a cambio de su renuncia definitiva a Flandes y a sus posesiones italianas ocupadas por Austria. El 13 de junio de 1721 se firmó el tratado de paz y mutua restitución entre España y Gran Bretaña de los territorios ocupados ; ese mismo día se formalizó un triple pacto de alianza entre Francia, España y Gran Bretaña; la paz en Europa parecía garantizada.

Mientras, la actividad diplomática era intensa entre todas las cancillerías de Europa, en busca de una paz definitiva que terminara con la permanente inestabilidad económica y política que azotaba al continente. El resultado a tantas gestiones fue el Tratado de Sevilla del 9 de noviembre de 1729, suscrito por Gran Bretaña, Francia y España. El 21 de noviembre se sumaron los Países Bajos. Desde 1727 ocupaba el trono británico Jorge II (1683-1760), elector de Hannover como su padre, que disfrutó de un largo y prolífico reinado hasta su muerte, marcado por la rivalidad con Francia y España, las incesantes luchas políticas internas y las rebeliones jacobitas. Fue el último rey inglés que capitaneó a sus tropas en un campo de batalla durante la victoriosa batalla de Dettingen (el 27 junio de 1743).

España pretendía obtener la garantía de poder enviar tropas a Italia para defender sus posesiones de la amenaza austríaca, a cambio, Francia exigió privilegios compensatorios a costa del comercio indiano español que partía de Cádiz (que en 1717 había sustituido a Sevilla como sede única de la Casa de Contratación), mientras que se pactó con Gran Bretaña la renovación del Asiento http://books.google.es/books?id=ersCAAAAYAAJ&printsec=titlepage&source=gbs_summary_r&cad=0#v=onepage&q&f=false, entre otras ventajas. Este tratado iba a tener una importancia decisiva en el futuro de las posesiones europeas en Norteamérica, ya que, junto a sus cláusulas de naturaleza económica, incluía un mecanismo de comisiones bilaterales para resolver los litigios pendientes y futuros relativos al comercio, los límites territoriales o cualquier otro punto de desencuentro.

Cuando Carlos VI de Austria tuvo noticias de lo acordado, manifestó su más rotunda oposición a la entrada de tropas españolas en Italia. El Tratado de Sevilla obligaba a Francia y Gran Bretaña a apoyar con sus ejércitos las pretensiones españolas, y éstos no estaban dispuestos a cumplir su parte, con lo que España renunció al Tratado.

Para contentar al Emperador, Inglaterra y Holanda le ofrecieron aceptar la Pragmática Sanción, por la que el trono del Imperio podría pasar a su hija María Teresa en ausencia de un heredero varón, siempre que no se casara con un Borbón. Como era habitual en la diplomacia británica y holandesa, los favores tenían un precio, y el Emperador se comprometió a disolver la Compañía de Ostende de las Indias, que había arrebatado a los angloholandeses una importante cuota de su mercado colonial. También accedió a que el Infante Don Carlos se desplazara con sus tropas a las posesiones hispanas de Italia escoltado por buques británicos, por lo que España retomó el Tratado de Sevilla.

El 23 de febrero de 1732 se reunió en la capital andaluza la primera comisión hispanobritánica para resolver los diferentes conflictos comerciales planteados en aguas americanas, donde los contrabandistas ingleses se movían a sus anchas a pesar de la incesante actividad de los guardacostas españoles. Como era de esperar, las negociaciones no llegaron a nada concreto.

Una nueva guerra estaba a punto de estallar en Europa a causa de la sucesión en el trono de Polonia tras la muerte en 1733 del rey Augusto II, el elector de Sajonia. Luis XV vio llegada la ocasión para devolver la corona a su suegro, Estanislao Leczinski, destronado por el sajón y exiliado en Francia. El soberano era elegido por una Dieta en manos de la gran aristocracia polaca, por lo que carecía de verdadero poder, pero todas las grandes potencias tenían grandes intereses en torno a Polonia. A Luis XV le movía el deseo de ser el yerno de un rey en el trono y no el de un refugiado comilón y manirroto que le costaba una fortuna y le restaba prestigio. Austria apoyaba a Augusto de Sajonia, sobrino y cliente del Emperador, y contaba con el respaldo de Rusia, recelosa de una Polonia reformada y fuerte como proponía Estalisnao.
Los sobornos franceses decantaron la votación a favor del partido nacionalista de Estanislao en septiembre, y poco después la coalición austrorrusa invadió Polonia y puso en el trono a Augusto III.
Para evitar la implicación de Gran Bretaña y Holanda, Fleury evitó atacar los Países Bajos Austríacos mientras se negociaba con España el Pacto de Familia, suscrito el 7 de noviembre de 1733 en El Escorial. Francia prometió a España el uso de toda su influencia para la restitución de Gibraltar a la corona española y la defensa de las posesiones italianas de Don Carlos. Ambas potencias se oponían a la Pragmática Sanción y establecían una garantía recíproca de la integridad territorial de ambos imperios en el mundo. Francia se garantizaba la cláusula de nación más favorecida en el comercio indiano desde Cádiz. El artículo 13 censuraba los continuos abusos y el comercio ilícito de los británicos en la América española, y establecía medidas protectoras de los derechos españoles; si Gran Bretaña atacara a España por la aplicación de estas medidas, Francia se comprometía a intervenir con todas sus fuerzas en socorro de su aliada.

En septiembre de 1735 se firmó la paz, que sería ratificada por el Tratado de Viena de 1738. La Guerra de Sucesión Polaca había concluido con el reequilibrio de las potencias beligerantes, que intercambiaron las posesiones en disputa en un vergonzoso cambalache del que todas salieron satisfechas.

III-Guerra sin cuartel por causa de una oreja

En 1738 la inquietud comenzaba a apoderarse de los hombres de negocios ingleses con intereses en el comercio naval. Los esfuerzos españoles por combatir el contrabando de los navíos británicos en sus colonias constituían un inesperado obstáculo para aquellos enriquecidos impunemente con el tráfico ilícito. Mayor amenaza representaba el imparable auge comercial francés. El sabio gobierno del cardenal Fleury y la eficaz acción del ministro Maurepas habían devuelto a Francia su condición de gran potencia naval y comercial, un resultado muy similar al obtenido en España por las reformas de José Patiño (1670-1736).

Los productos franceses eran superiores en calidad a los ingleses y cada vez más parejos en el precio, lo que había disparado el contrabando entre las colonias británicas de Norteamérica y las posesiones francoespañolas. Nueva Francia ostentaba la primacía mundial en producción pesquera gracias a los inagotables recursos de sus costas, fundamentalmente bacalao.

Las Antillas francesas eran posiblemente los lugares del planeta que generaban más riqueza por metro cuadrado, gracias a su colosal producción de azúcar, el oro blanco del S.XVIII, superior a la de las islas británicas. El 74% del azúcar y el 80% del café descargado en Burdeos se exportaba al resto de Europa y, gracias a las cláusulas de nación más favorecida del Pacto de Familia, la mitad de las mercancías que partían de Cádiz rumbo a Hispanoamérica eran francesas. El apoyo militar al Imperio Otomano frente al expansionismo de Austria y Rusia también había abierto el mercado turco a los productos franceses.

En 1716 el comercio exterior francés movía más de 215 millones de livres (172 con el continente y 43 con el resto); en 1740 ya eran 430 millones (306 y 124 respectivamente) y 616 millones en 1756 (412 y 204). Por el contrario, las cifras del comercio exterior británico de los últimos diez años apenas habían experimentado un crecimiento significativo y rozaban el estancamiento. Por primera vez en mucho tiempo, Gran Bretaña veía en peligro su hegemonía marítima y comercial y temía compartir el destino que ella misma había impuesto a Holanda, su antigua rival por el dominio de los mares, a la que había reducido una potencia de segundo orden mediante la guerra y la rígida aplicación de sus restrictivas Navigations Acts.

Los ánimos estaban muy caldeados en Londres cuando un capitán de Glasgow, Robert Jenkins (¡escocés tenía que ser!), compareció ante la Cámara de los Comunes a finales de 1738 en demanda de justicia. Según el marino, en abril de 1731 un guardacostas español había abordado ilegalmente y saqueado su bergantín 'Rebecca' en aguas libres de la soberanía española; supuestamente había sido atado al palo mayor y, después de una acalorada discusión, le habían cortado una oreja. Pabellón auditivo que llevaba cuidadosamente envuelto en un paño de lana y que mostró a los parlamentarios para su análisis entre una creciente indignación de los presentes. Entonces, el atribulado Jenkins gritó: “Confío mi alma a Dios, y mi causa a mi país” (de la oreja nunca más se supo), declaración saludada por el griterío de la enfervorizada Cámara. A continuación se hizo el silencio, y tomó la palabra el más brillante orador de la historia parlamentaria británica, William Pitt el Viejo, quien advirtió a sus compatriotas de que el honor y el comercio del país estaban en una encrucijada.

Poco tiempo transcurrió hasta que los Comunes hicieron pública una declaración en la que se afirmaba que era “un derecho indiscutible de los súbditos británicos navegar con sus barcos por cualquier parte de los mares de América”. Lo acontecido en las Casas del Parlamento trascendió a la opinión pública casi al instante, lo que fue aprovechado por los comerciantes, los financieros de la City y unas masas convenientemente manipuladas para tomar las calles y pedir la guerra con España a gritos. En contra de su criterio, Robert Walpole, el moderado jefe del gobierno, presionado por los grandes poderes financieros del Reino (verdaderos instigadores de todo lo ocurrido), se vio abocado a declarar una “guerra preventiva” por cuestiones comerciales contra un aliado que lo único que exigía era el leal cumplimiento de los tratados suscritos por ambas potencias. De manera tan estrambótica se activó la llamada “Guerra de la Oreja de Jenkins”, de gran repercusión en Europa y las colonias de las principales potencias.

El 25 de octubre de 1743, Francia y España suscribían en Fontainebleau el Segundo Pacto de Familia, por el que ambas potencias se obligaban ante cualquier enemigo que atacase a uno de los firmantes. Entre las diversas cláusulas del tratado se apostaba por la recuperación de Gibraltar y Menorca de manos británicas.

Ese mismo año, Jorge II, pese a sus 61 años, llevó personalmente a sus tropas (británicas, hannoverianas, holandesas y austríacas) a la victoria en Dettingen. Mientras, surgía de la nada la figura de William Pitt, cuyas críticas a los jugosos subsidios de dinero británico que el Rey empleaba para pagar a sus tropas de Hannover lo hicieron tremendamente popular en el país pero un cero a la izquierda a los ojos de su soberano.

Con Inglaterra envuelta el conflicto, los jacobitas vieron llegada su hora. Tras la derrota de Dettingen, Francia había propuesto al ahora sí “Viejo Pretendiente”, entonces ya con 60 años, un nuevo desembarco en Escocia para defender la causa de los Estuardo por la vía de las armas. El veterano exiliado declinó el ofrecimiento pero el reto fue aceptado con mucha ilusión por su hijo Carlos Eduardo (que habría ocupado el trono como Carlos III de Inglaterra y Escocia, casualmente el mismo título que debería ostentar en un futuro el vigente Príncipe de Gales), ansioso por entrar en acción a sus 24 años.

En 1744, el joven príncipe viajó en secreto a Francia para unirse a la flota que se armaba en Dunkerque para la proyectada invasión de Inglaterra, pospuesta sine die cuando una terrible tempestad desbarató los buques y pertrechos dispuestos para la campaña. Las tropas preparadas para la invasión fueron desviadas a Flandes; viendo defraudadas sus ilusiones, los jacobitas se sintieron abandonados por los franceses, que a partir de entonces carecerían de voluntad política y de recursos para apoyar la causa de los Estuardo.

Pero no todo estaba perdido para el “Joven Pretendiente” ya que, a pesar de la intensa actividad de los servicios secretos británicos, los agentes jacobitas en Escocia informaron de síntomas favorables a un levantamiento a favor de los Estuardo.

La primera mitad del S.XVIII se había caracterizado por el auge del espionaje en toda Europa, con los británicos en cabeza gracias a la eficaz labor de Daniel Defoe (1660-1731), que unía a su condición de genio literario la de as de espías bajo pseudónimos tan curiosos como Alexander Goldsmith, Claude Builot o Andrew Moreton. Defoe desarrolló una amplia red de inteligencia para vigilar las actividades de los jacobitas por toda Europa y se le considera el verdadero “padre” de los actuales servicios secretos británicos.

Los agentes ingleses obtuvieron grandes éxitos en Francia, España, Rusia y Prusia. En Francia fue el cardenal Richelieu el inspirador del primer servicio de espionaje del Reino. Posteriormente se creó el Dépôt de la Guerre, bajo el control del ministro de la Guerra. Durante el reinado de Luis XV convivieron en Francia dos servicios secretos independientes: el de la Secretaría de Estado de la Guerra, controlado en 1744 por el Marechal Maurice de Saxe con excelentes resultados, especializado en espionaje militar; y el Secret du Roi, dirigido por el propio Luis XV, que informaba sólo al soberano y no a sus ministros. Voltaire y Casanova se cuentan entre los espías más notables al servicio de la Francia de entonces.

El 11 de mayo de 1745 las tropas francesas del Marechal de Saxe derrotaron en Fontenoy al ejército aliado (británicos, austríacos, holandeses y hannoverianos) al mando del duque de Cumberland, que lideró personalmente el ataque. Guillermo Augusto -William Augustus- (1721-1765), tercer hijo de Jorge II, era el ojo derecho de su padre, y recibió el título de duque de Cumberland a los 5 años. Su fuerte vocación militar y amor por la milicia y los hechos de armas contrastaba con un físico rechoncho y paticorto (veáse la foto 5) que le restaba imagen como comandante supremo de los ejércitos británicos, cargo para el que fue designado en 1745 por su progenitor en un escandaloso ejemplo de nepotismo. A la larga, sus clamorosos fracasos en el campo de batalla pondrían de manifiesto lo erróneo de la decisión real.

La noticia reavivó las esperanzas de los jacobitas y el 5 de julio el joven príncipe Carlos Estuardo, que ya había exhibido su reconocido ardor guerrero en Italia al participar con las tropas hispanofrancesas en el sitio de Gaeta con tan sólo 14 años, partió rumbo a Escocia con algunas armas y un reducido grupo de seguidores. A pesar de las tormentas que jalonaron el viaje, el 23 de julio desembarcó en la isla de Eriskay, en las Hébridas, y dos días después en Looch nan Uamh. Reunido con los clanes más afines a su causa, éstos le confirmaron que no se levantarían en armas sin el apoyo de los franceses.

IV-Un 'príncipe guapo' que levanta pasiones
El 6 de agosto, "Bonnie (guapo) Prince Charles", como denominaban afectuosamente sus partidarios al joven y apuesto Estuardo, escribió a Luis XV en demanda de ayuda militar. Los franceses, obsesionados por su propio proyecto de invasión de Inglaterra, desoyeron la petición y perdieron una ocasión única de acabar con la dinastía de los Hannover. Este poco inteligente abandono de sus aliados franceses fue considerado una traición por parte de los jacobitas y el resentimiento antifrancés perduraría en Escocia durante décadas.

El 15 de agosto el príncipe izó su estandarte en ese maravilloso paraíso natural que es Glenfinnan (tal y como conmemora allí un espectacular memerial en forma de columna coronado por la figura de un highlander jacobita; foto 7) , y comenzó a reclutar un pequeño ejército entre los clanes más leales. A finales de mes comenzaron las operaciones militares contra los británicos. Pronto se hicieron con Perth, y el 17 de septiembre Edimburgo cayó en manos jacobitas, proclamando el príncipe Carlos como nuevo soberano a su padre Jacobo III y a él mismo como regente hasta la llegada del monarca.

El 4 de diciembre ya habían penetrado en tierras de Inglaterra, llegando hasta Derby(acontecimiento que hoy recuerda una famosa estatua ecuestre), a tan solo 160 km de los arrabales londinenses, pero el esperado alzamiento de los ingleses jacobitas aún no se había producido, lastrando las esperanzas y previsiones del joven Estuardo y su Estado Mayor. Mientras, los ingleses concentraron a sus mejores tropas en las Midlands, con Cumberland al frente, para aplastar a los rebeldes. Ese 4 de diciembre se iba a decidir buena parte del destino de la Humanidad en un humilde pub de Derby.

El animoso príncipe estaba decidido a avanzar hacia Londres cuanto antes al frente de su pequeño ejército de menos de 6.000 hombres, consciente de que los hannoverianos estaban preparando un inmenso contingente de más de 30.000 hombres para hacerle frente y con la certeza de que sólo la velocidad podría darles el triunfo a los jacobitas. El séquito de asesores hizo todo lo que estuvo en su mano por disuadirlo, recomendándole una retirada, lo más veloz posible, hacia Escocia... el príncipe accedió a regañadientes y aceptó la decisión, que tampoco contaba con el favor de sus soldados.... de nuevo los paralelismos con 'Braveheart' y la retirada de William Wallace tras la conquista de York cuando tenía a tiro la conquista de la capital inglesa.


El 6 de diciembre, las tropas jacobitas emprenden la vuelta a casa desde Derby, en una acción hábil y magistralmente ejecutada en lo táctico pero de consecuencias incalculables en lo estratégico, de las que no fueron conscientes en ningún momento los partidarios de los Estuardo, quienes ignoraban que ya se habían producido levantamientos jacobitas en Gales y se estaban gestando otros en Oxford y su campiña para cuando las tropas del rubio príncipe amenazaran Londres. Allí, en la capital británica, se había desatado la psicosis popular de huir ante las tropas jacobitas, y el propio Jorge II tenía dispuesto gran parte de su bagaje y riquezas en barcos amarrados en el Támesis para salir zumbando de vuelta a Hannover en cuanto Bonnie Prince Charlie hiciera acto de aparición... Nada de ello habría de suceder, pues, ante la inesperada retirada jacobita, que otorgó a Cumberland el tiempo necesario para reclutar un poderoso ejército y adentrarse.

Los Estuardo, como en su día Aníbal o Espartaco hicieron frente a Roma, o el mencionado Wallace con Londres, habían desperdiciado la única oportunidad que habría de otorgarles la Historia para lazarse con el triunfo. Desaprovechada ésta, les aguardaba el mismo final que a sus predecesores... sólo era cuestión de tiempo y de imponer la gran superioridad en recursos y poderío militar de los vecinos del sur en una guerra de desgaste que los jacobitas ya no podían ganar. En aquellos tiempos la población escocesa rondaba los 1,2 millones de habitantes frente a los 6,5 de Inglaterra y Gales, por no hablar de la disparidad de potencial económico e industrial, de medios y pertrechos militares entre ambos contendientes. En febrero, Bonnie Prince Charlie estaba acuartelado en Inverness con su cada vez más debilitado ejército, mientras que Cumberland, más poderoso cada día, se había adentrado en Escocia y ocupado con sus tropas Aberdeen y Dunkeld.

Hoy son pocos los historiadores serios que niegan la gran trascendencia de lo acontecido aquella fría jornada en una modesta taberna de Derby. A nadie escapa que de haber tomado Londres, muy probablemente el recién nacido Reino Unido hubiera vuelto a tener un soberano católico, fiel aliado de sus grandes valedores en el pasado: Francia y España. No se habrían producido las guerras coloniales entre las tres citadas superpotencias a lo largo de 70 años de mutua destrucción que, entre otras consecuencias, desembocarían en la conquista inglesa del Canadá y del resto de Nueva Francia, ni se hubiera producido la Revolución Americana como respuesta al despotismo de los Hannover a la hora de tratar a sus súbditos norteamericanos, ni tampoco a Revolución surgida en Francia a imagen de la desarrollada en tierras del Nuevo Mundo. Personajes como Napoleón y muchos de sus coetáneos hubieran tenido muchísimo más difícil dejar huella en el mundo en que nos movemos y que sería radicalmente distinto... o tal vez no... es lo bonito de las ucronías y las mil posibilidades que dejan abriertas al investigador...

V-El destino del mundo, en manos de dos primos


Lo verdaderamente real era que ahora los jacobitas habían perdido la iniciativa y que estaba a punto de tener lugar el desenlace a la romántica, a la par que trágica, aventura militar emprendida en tierras caledonias por un apuesto príncipe nacido en la soleada y lejana Roma. También en diciembre de 1745 habían desembarcado en Escocia un millar de regulares franceses, un apoyo a todas luces insuficiente ante la potencia militar inglesa. Se trataba de los miembros de la Brigada Irlandesa y de los Royal Écossois, ambas fuerzas de mayoría irlandesa en cuanto al origen de sus hombres, aunque también había algunos ingleses, capturados en su día por los franceses, y otros muchos que habían acabado en semejante situación por azares del destino...

Mientras el joven príncipe Estuardo amenazaba desde Derby con invadir Londres, Duncan Forbes, el noble más poderoso del Parlamento Escocés, había estado maquinando a espaldas del pretendiente jacobita en las propias Highlands, logrando que muchos clanes afines a los Estuardo no se sumaran al alzamiento, con promesas de dinero inglés, y reclutado él mismo un regimiento de más de 2.000 highlanders para servir a las órdenes de Cumberland bajo el férreo mando de John Campbell, el implacable Lord Loudoun... política escocesa en estado puro, una vez más...

Todas estas maquinaciones estuvieron a punto de fracasar con las victorias jacobitas en Edimburgo, Falkrik y Prestonpans, que revitalizaron la causa rebelde. Para evitar que la cosa fuera a mayores, los ingleses, apoyados por sus aliados escoceses, enviaron sus regimientos a combatir a cualquier contingente militar que pudieran reclutar los clanes en favor del príncipe Estuardo. Estos combates privaban al Joven Pretendiente de refuerzos en el momento más decisivo, cuando la trampa tendida por su obeso primo Cumberland comenzaba a cerrarse en torno a él... aunque fracasó en el intento de capturarle en Perth, apoyado por los 5.000 soldados alemanes que le había enviado su cuñado, el príncipe Federico II de Hesse-Kassel, casado con su hermana María de Hannover. También evadió otro intento a cargo de Lord Loudoun y 1.500 hombres llegados desde las inmediaciones de Inverness mientras descansaba con un pequeño séquito en Moyhall y las tropas británicas fueron distraídas por cuatro valientes highlanders que, ocultos entre los peñascos que bordeaban el camino y disparando sin cesar sus mosquetes mientras fingían a grito pelado dar órdenes a varios regimientos, hicieron creer a los ingleses que se enfrentaban a un imponente contingente de miles de aguerridos jacobitas sedientos de sangre. El engaño, increíblemente, dio resultado y provocó un desordenado y rápido retorno a la capital de las Highlands de los hombres de Loudoun. El príncipe aprovechó tan valiente estratagema para escabullirse en lo que habría de conocerse como 'la retirada de Moy'.

Sin embargo, la situación se volvía cada vez más en contra de los jacobitas, especialmente en cuanto a los suministros. Los importantes envíos en oro desde Francia destinados a sostener la rebelión habían sido sucesivamente capturados por los navíos ingleses que tenían sometidas a un asfixiante bloqueo a las costas escocesas para evitar la llegada de cualquier tipo de ayuda a los sublevados. El Joven Pretendiente carecia de recursos económicos para garantizar una buena alimentación a sus tropas, dispersas entre distintas localidades para mejor poder procurarse un sustento que nunca colmó sus necesidades; otros habían regresad a sus hogares para la siembra de sus campos. Además, la eficaz labor de desinformación desempeñada por los espías y partidarios de Cumberland hizo creer a los jacobitas que los efectivos del ejército hannoveriano consistían en la mitad de su número real de tropas, y también se hizo correr el rumor de que los ingleses no pretendían atacar de manera inminente, sino mantenerse a la defensiva atrincherados en Aberdeen y sin intención alguna de cruzar el río Spey, que ejercía de gran barrera entre ambos bandos.

La suerte estaba echada, y el joven príncipe Estuardo se vio sorprendido a comienzos de abril por alarmantes informes según los cuales las tropas de su primo Guillermo Augusto, más de las inicialmnte esperadas, se habían puesto en marcha y habían cruzado el Spey por tres puntos diferentes, tras desalojar a los piquetes jacobitas que intentaron oponer resistencia sin éxito dada su inferioridad numérica... Sólo la presencia de todo el ejército de Bonnie Prince Charlie en la orila del Spey hubiera podido impedir el cruce del río, pero eso era mucho más de lo que los jacobitas podían conseguir con su escasez de suministros... A toda velocidad se ordenó reunir al ejército del Joven Pretendiente, que veía la que se les venía encima. El 14 de abril, Cumberland acampaba en Nairn, a unos 20 km de Inverness, mientras sus dragones expulsaban a los últimos highlanders que defendían la población. El 15 por la noche, el príncipe Guillermo Augusto de Hannover celebraba su 26 cumpleaños, celebrado por todo lo alto con grandes repartos de alcohol y abundantes banquetes de los que participaron todas las tropas, lo que dejaba un pequeño resquicio abierto a un triunfo jacobita, aunque se requería mucha suerte, decisión y velocidad de ejecución. El plan era audaz, brillante, de haber contado con las tropas necesarias, bien instruídas, alimentadas y descansadas. Consistía en lanzar a toda marcha al ejército al completo durante una marcha nocturna hasta Nairn y sorprender de madrugada a las tropas hannoverianas en pleno durmevela tras los escesos de esa noche de celebración.

Para tener éxito, había que desplazar a los 6.000 hombres del príncipe a lo largo de 20 km en un estrecho margen de tiempo: entre las 8 de la tarde y las 2 de la madrugada. La decisión de poner en práctica la operación se tomó a las 3 de la tarde, así que paenas tenían cinco horas para reunir el máximo número de soldados y salir a toda mecah contra los ingleses. Por desgracia para los jacobitas, la única comida disponible para cada hombre consistía en una rebanada de pan de mala calidad o, en el mejor de los casos, una pétrea 'hardtack' (biscuit o galleta de las empleadas en los navíos, recia y de buena conservación, pero tan espantosamente dura que para consumirla era necesario capuzarla un buen rato en agua; foto 23)... Ración de lo más magro e insuficiente para un ejército llamado a realizar una proeza militar de lo más agotadora. Era ahora o nunca, y la tropa jacobita, con tan escasa provisión, salió en busca de su destino mientras en la retaguardia los encargados de la intendencia intentaban reunir los alimentos necesarios, tarea que culminarían demasiado tarde para hacer llegar sus vituallas a las tropas en el momento preciso....

Mientras, las tropas de Bonnie Prince Charlie se dirigían a Nairn formadas en dos columnas, una detras de otra con el príncipe en el medio de ambas como medida de protección, en una gélida noche de profunda oscuridad, y evitando cualquier zona habitada para que nadie pudiera avisar a los hannoverianos. Abría paso la columna integrada por los belicosos highlanders de los clanes afines al Joven Pretendiente, acostumbrados a recorrer los agrestes páramos de Escocia... tras ellos, el resto del ejército, en su mayoría tropas procedentes de las Lowlands y Midlands, incapaces de mantener la marcha en semejante terreno. A las 2 de la madrugada, la hora prevista para el ataque, aún quedaba un buen trecho que recorrer para llegar a Nairn, el ejército jacobita estaba exhausto y hambriento, y pronto se desmoralizaría al comprobar cómo en el campamento inglés comenzaba a retomarse la actividad... y que la pretendida sorpresa, la única carta de victoria posible, se había esfumado irreversiblemente.

VI-Sangriento final para un sueño imposible

Así que sólo cabía la opción de retirarse, intentando que las tropas descansaran un poco antes de afrontar a los ingleses en el único lugar cercano que se tenía a mano una vez descartada la opción de regresar a Inverness con la gente en estado tan lamentable, y que no era otro que Culloden Moor, un extenso páramo que, por lo llano, no ofrecía ninguna posición elevada ni ventajosa para la defensa, por lo que favorecía al bando más poderoso en fuerza militar. A ese desequilibrio favorable a los ingleses, se sumaba el hecho de que muchos jacobitas yacían agotados tirados por el suelo, mientras que otros se habían dispersado por las inmediaciones en busca de cualquier cosa que comer...

Para colmo de males, el tiempo empeoraba, y las tropas jacobitas, que habían salido al campo con lo puesto, no tenían ni tiendas ni mantas con las que guarnecerse, salvo los plaid (las largas túnicas que al plegarse conformaban las tradicionales faldas masculinas, foto 24) con que se envolvían los ateridos highlanders. Incluso el propio príncipe Carlos Eduardo sólo disponía de un poco de pan y de whisky como todo refrigerio en momentos tan críticos.

Al mediodía se da la voz de alarma en el campo jacobita. Las tropas del Duque de Cumberland, descansadas, bien alimentadas (con algunos soldados pagando incluso los excesos de la noche anterior) y mejor armadas, se aproximan. De Inverness llegan 300 highlanders más que se unen a los insurrectos... otros contingentes de refuerzo se quedarán a medio camino antes de que se libre la batalla decisiva... Lord Murray, jefe militar de los rebeldes, y otros líderes sublevados le ruegan al príncipe Carlos Eduardo que se retire, no combata y acantone el ejrcito más allá del Nairn para intentar resisitir a la aniquilación en una guerra de guerrillas.

Ese 16 de abril de 1746, dos príncipes que eran primos, Carlos Eduardo Estuardo y el Duque de Cumberlad, Guillermo Augusto, eran las piezas elegidas por el azar para cambiar el destino del mundo. Mientras “Bonnie Prince Charles”, cuatro meses mayor, era un joven agraciado que irradiaba carisma entre sus seguidores, lo opuesto sucedía con su malencarado pariente, que infundía más temor que simpatía. Pero la causa jacobita ya parecia irremisiblemente perdida, una vez desplegados ambos ejércitos: menos de 6.000 hombres contra más de 8.000 dotados de más y mejor artillería.

Lord Murray y su Estado Mayor, sugirieron al príncipe una desbandada general y dispersar a las tropas en guerrillas para complicarle las cosas a los ingleses, pero el príncipe Carlos declinó la idea por considerar que así sus tropas serían más fácilmente aniquiladas y que alzamiento sería definitivamente aplastado. Además, durante el despliegue, surgieron disensiones entre los clanes rebeldes por su ubicación en el campo de batalla, debido a la tradicional forma de combatir de los highlanders, que primero descargaban sus mosquetes contra el enemigo (hay que tener en cuenta que el alcance eficaz no pasaba de los 70-80 m, y que al disparar no se apuntaba con precisión al blanco, sino que el arma se sujetaba a buena altura, más o menos a la del pecho, pero sin precisar mucho la puntería -incluso había mosquetes sin punto de mira- foto 26), ya que importaba más crear barreras de fuego que acertar a blancos lejanos. La precisión a larga distancia era cosa de los rifles, con sus cañones estriados en el interior y reservados a los tiradores selectos, y no de los mosquetes de ánima lisa, mucho más fáciles y rápidos de recargar que equipaban al grueso de las tropas europeas de entonces (foto 27)... circunstancia que cambió en apenas una década en el ejército británico, para poder combatir con sus mismas armas a los magníficos tiradores francoindios del Canadá). Una vez disparados sus mosquetes y arrojados al suelo, los highlanders desenvainaban sus características espadas anchas de cazoleta (broadswords), perfectas para dar tajos de arriba a bajo más que para pinchar, y sus largas dagas (dirks), que sujetaban en su mano izquierda a la vez que un pequeño escudo en forma de rodela (targue). (Fotos 19, 21 y 22).

VII-El nadir de la guerra al estilo highlander

Una vez emprendida la carga, el propósito de los highlanders era llegar a la carrera hasta el enemigo antes de que éste pudiera propinarles muchas descargas de mosquete, no más de cuatro o cinco por minuto en el caso de las tropas más expertas y entrenadas. Una vez establecido el contacto, los montañeses debían abrirse camino a espadazos mientras que empujaban con el escudo (que les protegía de las bayonetas) y clavaban sin cesar la daga que sostenían en su zurda. Los altos oficiales y nobles portaban también las tradicionales pistolas escocesas de construcción totalmente metálicas. Hasta ahora este sistema de combate había propiciado brillnates victorias a los jacobitas, como la de un año en Prestonpans, donde 2.500 highlanders al mando de Murray cargaron contra los 2.300 regulares de Sir John Cope, matando a unos 500 y capturando al resto.

Este precedente, librado en un terreno que favorecía la carga ladera abajo de los escoceses, algo que no sucedía en el llano de Culloden, propició una falsa seguridad de invencibilidad entre los jacobitas siempre que recurriesen a este tipo de ataque frontal espada en mano. Por contra, los hannoverianos comenzaron a diseñar tácticas para desactivarlo, y Cumberland ideó una solución que exigía de sus veteranos regulares el cumplimiento de dos condiciones imprescidibles para ser eficaz: la primera era no atacar nunca con la bayoneta al highlander que te acomete de frente, sino al de tu derecha, confiando en que el compañero a tu izquierda te cubra a tí, y así sucesivamente en toda la línea; lo que se consigue es atacar sobre el flanco más descubierto de cada enemigo, el brazo derecho, en el que lleva la espada, impidiendo que se cubra con la rodela (hay otro factor clave adicional: los highlanders necesitan cargar con mucho espacio alrededor para poder manejar con soltura su espada, lo que hace que, en el mismo espacio que ocupa cada escocés hay al menos dos o hasta tres soldados esperándoles en la línea de despliegue); el segundo requisito exigía contar siempre con soldados especialmente entrenados en el uso de la bayoneta, que entonces se manejaba igual que las antiguas picas, impulsando la culata del mosquete a modo de lanza (foto 25), de una manera radicalmente diferente a lo que acontecería apenas unas décadas después, en las que se apostaba por la llamada 'esgrima de bayoneta', en la que cada hombre finta, para el golpe rival y ataca, recordando de esta manera el uso que los legionarios romanos hacían de sus escudos y espadas.


Otra innovación táctica de la que se beneficiaban los británicos era la universalización de la bayoneta de cubo, que, al contrario de las antiguas bayonetas de taco que se ajustaban en la misma boca del arma, impidiendo su recarga, ahora permitían disparar los mosquetes con la bayoneta calada en el cañón de las armas de fuego. Cumberland tuvo entrenando sin descanso a su hombres en el manejo de la bayoneta, y tanta instrucción sería decisiva en el momento de la victoria.

Esta forma highlander de combatir con espada, rodela y daga perjudicaba a los contingentes que atacaran desde la izquierda, pues tenían mucho más difícil el poder cubrirse el brazo de la espada. De ahí las disensiones surgidas entre las tropas del ala derecha jacobita y las emplazadas a la izquierda, que, rencorosas y temiendo ser carne de bayoneta de los ingleses, en el momento clave de la batalla se negarían a cargar, dejando al ala derecha abandonada a su suerte y en gran inferioridad numérica en su combate con los ingleses.

Además de tener menos tropas, los jacobitas estaban peor armados. En el momento de incorporarse a filas, muchos hombres carecían de armas de fuego, e incluso de espadas anchas, armándose básicamente sus afilados dirks y la tradicional, a la par que contundente, hacha lochaber (foto 20) que todavía muchos usaban en Culloden, aunque quien podía la cambiaba por un mosquete capturado a los ingleses en cuanto tenía ocasión. La mayoría de armas de fuego escocesas, salvo las típicas pistolas tan singulares que sólo se podían permitir los más adinerados, procedían de España y Francia.

Pero la principal baza ganadora de Cumberland junto al terreno y su potencia artillera, era su inmensa superioridad e tropas montadas: unos 800 dragones ingleses contra tan sólo cerca de 200 jinetes jacobitas, incluyendo la pequeña guardia montada del príncipe, formada por una veintena de individuos... Aplastante superioridad que sería decisiva en el momento de la verdad, el que se deciden finalmente los combates. A eso de la una de la tarde, Cumberland ordenó el bombardeo de las posiciones jacobitas, cuya artillería, inferior en número, calibre y entrenamiento, nada pudo hacer por proteger eficazmente a los suyos, que caían heridos como moscas aguantando con estoicismo los cañonazos ingleses... hasta que no pudieron soportar más tanto castigo, y el ala derecha jacobita cargó como siempre, espada, dirk y targa en mano intentando reeditar éxitos pasados. Los highlanders, que encima de hambrientos y agotados, tenían que correr por ese terreno tan poco seguro y resbaladizo como la turba del páramo y evitar tropezarse con unas vías de madera que cortaban el campo de batalla empleadas para el trasporte por la zona de vagonetas cargadas de turba, atacaron bravos y feroces, pero la primera línea inglesa, tal y como cuenta el famosísimo y certero cuadro de David Morier, (foto 6) el más contemporáneo de los existentes respecto a la fecha de la batalla, los frenó en seco con cañonazos a base de botes de metralla en lugar de proyectiles sólidos y aguantando la embestida gracias al entrenamiento ordenado por Cumberland.

Allí estaban los veteranos regulares ingleses del ejército de Flandes de Cumberland, bien baqueteados en sus encarnizadas campañas contra los franceses. Infantes británicos conocidos popularmente desde el siglo XVII como 'Tommy Atkins" (aún hoy se ignora el origen real de este sobrenombre http://en.wikipedia.org/wiki/Tommy_Atkins ) y en XVIII, debido al color rojo de sus casacas, como 'Tommy Lobster' (langosta/bogavante)... el apelativo hizo fortuna y todavía en la Primera y Segunda Guerra Mundial los infantes británicos eran afectuosamente llamados 'Tommys' por aliados y enemigos. Regulares que doblaban en número y potencia de fuego a los aguerridos highlanders, que acometieron valientemente espada en mano contra ese muro de bayonetas dispuesto de tres en fondo para mantener una línea de fuego constante.Como era previsible, la impetuosa carga se desbarató a un par de yardas de la línea británica y los pocos highlanders que lograron abrirse paso fueron masacrados por los soldados ingleses de la segunda línea, que acudieron inmediatamente como refuerzo. Detenido y destrozado así lo más selecto del ejército jacobita, la suerte del enfrentamiento estaba decidida, y los dragones de Cumberland aprovecharon la desordenada retirada de los derrotados para causar estragos entre los supervivientes, que recularon desordenadamente en dirección a sus líneas perseguidos por los jinetes. En apenas unos 25 minutos trascurridos tras el inicio de la carga, la batalla ya estaba perdida para los partidarios de Bonnie Prince Charlie.

El Joven Pretendiente, aconsejado por su séquito, emprendió la huída para no ser capturado, mientras los dragones fueron contenidos por el sacrifio magnífico de los regimientos irlandeses y escoceses llegados de Francia, que lograron un tiempo precioso para que pudieran salvar la vida muchos de sus correligionarios. Tras apenas media hora, yacían muertos unos 1.250 jacobitas, igual número de heridos estaba siendo rematado sin piedad y a sangre fría, siguiendo órdenes directas de Cumberland. También se tomaron 558 prisioneros, respetándose la vida de los nobles hasta su posterior ejecución, en la que fueron decapitados. El exhultante hijo de Jorge II sólo había tenido 52 muertos y 259 heridos entre los suyos. Sobre el estupendo docudrama sobre la batalla que se filmó hace unas décadas, os remito a la espléndida crítica del Major Reisman es su blog http://major-reisman-cine-belico.blogspot.com/2007/10/culloden.html

VIII-'La maldición de Escocia'

Cuando se le solicitaron a Cumberland nuevas órdenes, éste escribió sobre el reverso de un naipe con el nueve de diamantes, un lacónico "Sin cuartel” (desde entonces, esta carta es conocida como 'la maldición de Escocia'). Apenas dos días después de la debacle, los restos del ejército jacobita que habían logrado escapar a la matanza , reunidos en Fort Augustus, se dispersaban definitamente como fuerza armada. Muchos volvieron a sus casas, intentando recuperar su vida anterior al momento del alzamiento. Otros, más clarividentes, se echaron al monte como proscritos, convencidos de la ola de represalias con las que los ingleses castigarían la valiente osadía en favor de los Estuardo.

El príncipe Carlos huyó y durante todo el verano despistó a sus perseguidores, a pesar de la recompensa de 30.000 libras esterlinas ofrecida por su cabeza. La increíble huída del prófugo acrecentó aún más la leyenda de Bonnie Prince Charlie entre sus fieles jacobitas, que veían en él una especie de mesías cuya osada valentía, rayana en ocasiones en la imprudencia , recibía la recompensa de esa diosa fortuna que nunca parecía dejarle en la estacada en los momentos decisivos. Así, en junio, emprendió la huída desde South Uist a la preciosa isla de Skye, en las Hébridas, y se orquestó un insólito plan para ayudarlo a escabullirse ante las narices de los hannoverianos.

Flora MacDonald, joven de buena educación natural de Edimburgo, colaboró decisivamente al aceptar hacer pasar al príncipe por una agraciada doncella irlandesa a su servicio llamada Betty Burke, visitiendo al heredero jacobita con un traje blanco y azul y una cofia que, dada su gran belleza de rasgos, daba el pego perfectamente. Burlaron de esta manera a las tropas enviadas a capturarle, que en algunas ocasiones estuvieron a punto de detener a la pareja de ‘mujeres’. Tras alcanzar Skye, Flora y su augusto acompañante se separaron para siempre.

La proeza de la valerosa Flora -protagonista de una vida de película- ha hecho de ella una de las grandes personalidades de la historia de Escocia, y su hazaña es recordada por una imponente estatua de la heroína frente al castillo de Inverness, la capital de las Tierras Altas. Además, en el momento de la muerte de Flora, acaecida en 1790, fue envuelta, a modo de sudario, en una de las blancas sábanas empleadas para dormir por su viejo amigo el príncipe durante la feliz revuelta iniciada en 1745, y que habían sido escondidas a modo de reliquia por los partidarios de Carlos Eduardo.

Por su parte, el Joven Pretendiente se encaminó a la cercana isla de Raasay, y poco después regresó a tierra firme, pasando de Moidart a la aún más recóndita Knoydart, viviendo a la intemperie y en pequeñas cabañas y establos. Así pasó todo el verano, mientras que la presión de las autoridades inglesas por conseguir su captura iba perdiendo fuelle, pensando que hacía ya mucho tiempo que el príncipe había huído. Mientras, los franceses, que no lo tenían tan claro, continuaron enviando misiones de rescate a las Highlands por si en alguna sonaba la flauta y localizaban al príncipe.

Finalmente, el 19 de septiembre Carlos Eduardo Estuardo emergió de su escondite en Arisaig y fue llevado a la fragata francesa ‘L'Heureux’, que zarpó rumbo a las costas galas desde Loch nan Uamh. Jamás volvería a pisar Escocia. Mientras el príncipe retornaba a su casa de Roma vía Francia acompañado por un puñado de leales, la represión inglesa hannoveriana machacaba a las orgullosas y bravas gentes de las Highlands. A los jefes de los clanes que habían secundado la causa jacobita se les quemaron los castillos y casas señoriales, y confiscaron sus posesiones.

La mayoría del ganado, el recurso clave en la economía de los montaraces escoceses, fue tomado como botín de guerra por los ingleses, y vendido a precios irrisorios a los tratantes de Yorkshire, con el objetivo de despoblar las Highlands de sus moradores, esquilmando aquellas bases sobre las que descansaba su economía, matando de hambre y frío a una población despojada vilmente de sus hogares y carente de los más vitales medios de subsistencia tras ser arrojada a la fría intemperie prácticamente con lo puesto. Incluso en el Parlamento londinense se debatió la posiblidad de esterilizar a las mujeres de las Highlands y de expulsar por la fuerza a todos sus habitantes para reemplazarlos por colonos del Sur fieles a la dinastía hannoveriana, medidas que, afortunadamente, nunca fueron llevadas a la práctica. Cuando todavía hoy hay gente a la que le sorprende la hostil animadversión que existe en muchas partes de Escocia hacia los ingleses, creo que existen motivos más que sobrados para justificar el origen de tantos desencuentros.

Cumberland pasó en Escocia los tres meses posteriores a la batalla y puso en marcha una terrorífica represión contra los sublevados, sus familias y cualquier presunto simpatizante de los jacobitas, con continuos registros y el encarcelamiento de sospechosos como magistralmente recuerda John Seymour Lucas en su espléndido cuadro 'After Culloden: Rebel Hunting'). Ocupó militarmente el país, detuvo a más de 3.200 personas y ordenó asesinar al menos a 120, los nobles decapitados, y el resto ahorcados o fusilados (los menos). En el caso de la horca, según la Ley de Ejecución aprobada en época medieval por Eduardo III y aún vigente, se establecía un tiempo máximo colgando de la soga de apenas tres minutos, lo que en la mayoría de casos no bastaba para matar al reo, que acto seguido era descolgado, degollado (en la mayoría de ocasiones todavía semiinconsciente) y destripado, arrojándose sus vísceras a una hoguera entre los vítores del populacho congregado para asistir a la ejecución. Por su parte, las tropas mataron a varios centenares más y devastaron las Highlands sin respetar a mujeres, ancianos y niños, practicando todo tipo de tropelías en el marco de una feroz política de “tierra quemada” por la que el orondo duque se labró merecidamente el sobrenombre de “El Carnicero” (the Butcher).

Así ocurrió con los habitantes de Glenngarry y Lochliel, cuyos hombres fueron asesinados a sangre fría, sus posesiones saqueadas y quemadas y las mujeres, tras ser violadas, abandonadas desnudas junto a sus hijos en medio de la inhóspita campiña sin ningún recurso para su sostenimiento, tras ser desalojadas de sus casas... lo que se nos cuenta en películas como 'Rob Roy' se queda corto ante tan sistemática atrocidad. Todo ello contaba con el beneplácito del seboso Cumberland.

Los británicos desposeyeron a las familias de su ganado y se prohibió, bajo pena de muerte, la posesión privada de armas de cualquier tipo, vestir el kilt (salvo que se sirviera en los regimientos escoceses destinados a las colonias del detestado ejército británico de los Hannover) e incluso tocar la gaita. Arruinados y sin futuro, más de 40.000 escoceses no tuvieron otra salida que emigrar a América, especialmente hacia Carolina del Norte; como una burla del destino, muchos se alistaron como tropas de élite en el ejército de Jorge II para luchar contra los franceses y sus aliados indios durante la Guerra de los Siete Años. Con sus antaño aguerridos clanes deshechos, desarmados y empobrecidos, Escocia nunca más volvería a levantarse en armas contra Inglaterra.

IX-Francis Jennings revoluciona el estudio de la Historia

El clariviente e innovador historiador estadounidense Francis Jennings http://www.oah.org/pubs/nl/2001may/jennings.html, con su apasionante 'Empire of Fortune', revolucionó de manera tan genial como irreversible los estudios sobre el pasado de Norteamérica, no sólo otorgando a las naciones indias el amplio protagonismo que desempeñaron a nivel político y comercial en los siglos XVII y XVIII, sino por ser el primero en relacionar brillantemente la 'rebelión jacobita del 45', (como es coloquialmente conocida entre los anglosajones), su desarrollo y consecuencias, con los acontecimientos posteriores que desembocaron en la fase norteamericana de la Guerra de los Siete Años. A día de hoy, no hay historiador interesado en este apasionante período histórico que no siga la senda tan certeramente trazada por Jennings, y yo, el primero.

Con su triunfo, William Augustus de Hannover irrumpió con fuerza en la vida política del Reino. Los miembros escoceses del Parlamento, beneficiados por las campañas de Cumberland en Escocia y deseosos de alejar de sus personas cualquier sospecha de simpatía por los rebeldes, le otorgaron su apoyo incondicional, acrecentando aún más su poder e influencia. Como general en jefe de los ejércitos, se dedicó a repartir cargos civiles y militares sin consultar con los ministros responsables, acrecentando su labor de patronazgo en todas las esferas de la sociedad; a muchos de sus coroneles les consiguió una plaza en los Comunes. Tras su victoria en Culloden, Händel escribió en su honor el oratorio 'Judas Maccabaeus', que incluía la pieza 'See how the conquering hero comes' (Mirad cómo regresa el héroe conquistador).

X-El nuevo Julio César, contra los montaraces del Norte
Como si de un moderno Julio César se tratara, una guerra victoriosa contra los bárbaros del Norte había puesto en sus manos los recursos del poder. A partir de entonces, los representantes coloniales de la metrópoli incrementarían sustancialmente sus funciones políticas y las prerrogativas de la Corona, reduciendo dramáticamente los poderes de las asambleas coloniales justo en plena crisis militar con Francia. Esta política acentuó peligrosamente la creciente desconfianza entre los colonos y sus autoridades y sólo la inteligente labor de William Pitt el Viejo y la posterior caída en desgracia de Cumberland y su camarilla de halcones permitió enderezar la situación.

La victoria de Cumberland tuvo otras consecuencias no menos importantes en la posterior guerra francoindia. En Escocia se curtieron regimientos y oficiales que luego habrían de servir con distinción en Norteamérica, como un juvenil James Wolfe, que con apenas 19 años había combatido en Culloden como ayuda de campo del general Hawley, preparando su salto a la inmortalidad http://en.wikipedia.org/wiki/James_Wolfe. Para muchos de estos veteranos de las guerra jacobita, los escoceses eran aún más salvajes y peligrosos que los indios; al derrotarlos tan fácilmente, entre los ingleses se creo una falsa impresión de confianza en las propias fuerzas que les pasaría una sangrienta factura en sus enfrentamientos con los nativos de la Nueva Francia.

John Campbell, Lord Loudoun, la inflexible mano derecha de Cumberland durante la rebelión, sería el encargado de dirigir las operaciones militares como general en jefe de todas las tropas británicas en Norteamérica a partir del estallido de la Guerra de los Siete Años, tras la cobarde canallada cometida por George Washington en Jumonville Glen http://en.wikipedia.org/wiki/Battle_of_Jumonville_Glen. Las controvertidas actuaciones de Loudoun seguían a pies juntillas las instrucciones de su patrón, lo que explica su permanente falta de entendimiento con las asambleas coloniales.


La total pacificación de Escocia, aun a costa de arrasar las Highlands y a sus gentes, alejó definitivamente de Inglaterra el temor a una invasión francesa por su retaguardia, y consolidó definitivamente a la dinastía de Hannover en el trono frente a la amenaza jacobita.

La política de “tierra quemada”, tan eficaz en el sometimiento de la rebelión, fue resucitada, aunque a menor escala, por James Wolfe durante el asedio de Quebec, para vencer la resistencia de los 'habitants' canadienses y forzar su rendición. La disposición de las tropas y la táctica empleada en Culloden, que dieron tan buen resultado durante la carga de los highlanders, también serían exportadas a las colonias con efectos muy desiguales.

Pero para rematar este prolijo repaso a aquellos días de abril en que definitivamente cambió el mundo, es necesario conocer el destino que aguardó al apuesot y aguerrido Carlos Eduardo Estuardo tras la debacle sufrida por su causa en un remoto páramo. Dos años después de su huída a Francia, y de acuerdo con la Paz de Aquisgrán/Aix-la-Chapelle que, además de reconocer el acceso al trono austroúngaro de una jovencita María Teresa, puso fin a las hostilidades que asolaron Europa y sus colonias entre 1738 y 1748, los Estuardo, con el Joven Pretendiente a la cabeza, fueron expulsados del reino galo, que en virtud del tratado se comprometía a no acoger en su suelo a ningún miembro de la destronada casa real británica. ¡Si Luis XIV hubiera levantado la cabeza, se hubiera comido crudo a su biznieto por aceptar tan intolerable abuso sobre su soberanía por parte de los ingleses! Fue el comienzo del fin para un abatido Carlos Eduardo, exiliado de vuelta en su Italia natal, que no podía creer que semejante pesadilla estuviera sucediendo realmente y comenzó a protagonizar comportamientos de lo más esperpénticos e inconcebibles para sus cada vez más escasos seguidores.

XI-Un príncipe conquistador de damas, que no de reinos


Nada más volver a Francia, Carlos Eduardo Estuardo mantuvo numerosos romances; el más controvertido y escandaloso, con su prima hermana de 22 años María Luisa de La Tour d'Auvergne, casada con el duque de Montbazon, y que dio como fruto un niño, Carlos, que apenas vivó un año, falleciendo en 1748; el más comentado, con la cuarentona princesa de Talmont. Tras su expulsión a Italia, se llevó consigo a su amante escocesa, Clementina Walkinshaw, hermana del ama de llaves de la viuda del Príncipe de Gales, a la que había conocido en 1745 tras desembarcar en Escocia, y con la que, tras coincidir en Dunquerque durante una visita a Flandes en 1752, retomó la relación y en 1753 tuvo una hija, Charlotte/Carlota. Amargado y desesperado tras el hundimiento de la causa jacobita, el príncipe cayó en el alcohol, la brutalidad en forma de violencia de género y palizas, y una incurables tristeza. Clementina y Charlotte, hartos de los escándalos y numeritos que protagonizaba el violento Carlos Eduardo por esa media Europa que iban recorriendo como nómadas, lo abandonaron gracias a la complicidad del Viejo Pretendiente, Jacobo, quien, hasta su muerte en 1766, pasó a madre e hija una pensión de 10.000 livres anuales para que fueran tirando.
La nena, toda una prenda también, se amancebó con un eclesiástico de la influyente familia Rohan, el arzobispo de Burdeos, al que dio tres hijos. Rechazada inicialmente por su padre, al morir su madre pasó mucho tiempo ingresada en conventos de monjas franceses, recibiendo como manutención las 5.000 livres que le enviabá el hermano de su padre, Enrique Benedicto María Clemente Tomás Francisco Javier Estuardo Sobieski, duque de York y cardenal de la diócesis italiana de Frascati. Así malvivió con estrecheces hasta que, venciendo su orgullo, se recocilió con su progenitor, que se lo recompensó con el título de Princesa de Albany y el título de Alteza Real, aunque por su origen ilegítimo estaba descartada de cualquier línea sucesoria.

La depresión por el fiasco vivido en su aventura escocesa llevó al Joven Pretendiente a titubear y caer en la incoherencia; tanto que informó a sus más influyentes partidarios en tierras inglesas de que, consciente de que nunca podría ser el rey católico del Reino Unido, había decidido hacerse protestante. En 1750 y 1754 visitó Londres en secreto, esquivando a los poderosos servicios de contrespionaje ingleses, intentando sin éxito recabar partidarios para su causa, y en la iglesia de St Mary-le-Strand, conocido centro de los jacobitas de confesión aglicana, recibió la comunión en la fe anglicana, y planeó la toma de la Torre de Londres, que al final no se llevó a cabo. En 1754, una vez declarada la Guerra de los Siete Años entre Francia y Gran Bretaña, Carlos planeó un nuevo levantamiento de los ya exhaustos clanes jacobitas, para lo que envió a dos hombres de su entera confianza, exiliados escoceses que gozaban de un gran predicamento entre sus paisanos, y que fueron traicionados por otro de los colaboradores íntimos del Joven Pretendiente, Alistair Ruadh MacDonell, espía al servicio de los ingleses infiltrado en el entorno más próximo del príncipe, quien, presa de la descofianza, convocó una reunión con sus más importantes partidarios de Inglaterra y, tras acusarlos injustamente a todos de traidores, les amenazó -borracho como estaba- con hacer públicos sus nombres a las autoridades hannoverianas, lo que hizo desertar de sus causa a los últimos jacobitas influyentes, y que dejara de recibir los jugosos envíos de dinero que con tanto sacrificio y riesgo le enviaban regularmente sus seguidores desde las islas británicas.

En 1759, ese 'Año de los Milagros' http://horapensar.blogspot.com/2009/01/el-british-la-ms-perdurable-joya-del.html en que habría de decidirse la Guerra de los Siete Años en favor de los británicos, el príncipe Carlos Eduardo fue convocado a una reunión en París por el duque De Choiseul, ministro francés de Asuntos Exteriores. Reunión a la que, para variar, llegó borracho y exhibiendo unos pésimos modales con los presentes. Choiseul estaba planificando la tantas veces anunciada invasión francesa de Inglaterra, con un gran ejército de más de 100,000 hombres que, una vez desembarcados, actuarían conjuntamente con el Joven Pretendiente y sus seguidores jacobitas (si es que a esas alturas le quedaba alguno) alzados en su favor, para poner a éste en el trono, pero tras tratar en persona con el príncipe, decidió prescindir de él y de sus seguidores. Esta era la última oportunidad medianamente realista que se le presentaría a Carlos Eduardo para recuperar el trono para su linaje, pero se desvaneció con las derrotas navales de Quiberon Bay y Lagos, que pulverizaron lo que le quedaba de flota a la otrora poderosa Royale (como cariñosamente llaman los fraceses a su Armada, incluso hoy día en que predomina el espíritu republicano) de Luis XV.

XII-Capítulo final de un hombre acabado

En 1760, el Joven Pretendiente volvió a abarazar la fe católica. Tras la muerte de su padre Jacobo en 1766, Carlos Eduardo se instaló de nuevo en Roma, donde recibió otro duro golpe moral y de gran contenido simbólico, esta vez por parte del Vaticano. Hasta su fallecimento, el Papa había reconocido oficialmente a Jacobo como Jacobo III de Inglaterra e Irlanda y Jacobo VIII de Escocia, pero el Papa Clemente XIII se negó a hacer lo propio con el Joven Pretendiente, consciente de que sus posibilidades de retomar la corona británica eran menos que mínimas.

En 1772, ya cincuentón, el heredero del linaje jacobita se casó por poderes con la joven princesa flamenca Luisa Maximiliana Carolina Manuela de Stolberg-Gedern, de apenas 19 años y sólo unos meses mayor que su hija Charlotte. Un matrimonio que se volvió a celebrar en persona en Italia, y que resultó especialmente desgraciado, marcado de nuevo por la embriaguez del príncipe y las palizas que propinaba a sus juvenil cónyuge. En 1778, Luisa, a quien los jacobitas trataban con el título de Reina de Inglaterra, Escocia e Irlanda, inició una relación amorosa con el conde y poeta italiano Vittorio Alfieri , con el que se fue a vivir tras separarse de Carlos en 1780 (en la Italia de los Estados Pontificios era inconcebible el divorcio, la solución más práctica y preferida por ambos cónyuges, a la que hubieron de renunciar).

Lo que quedaba de Bonnie Prince Charlie, todo un despojo humano a esas alturas , expiró en Roma enenero de 1788. Los restos de su fortuna fueron a parar en exclusiva a manos de su hija Carlota, sin que muchos jacobitas que lo habían perdido todo o invertido su hacienda en sostener al causa del príncipe vieran recmpensada de manera laguna tanta fidelidad y sacrificos a lo largo de funestas y aciagas décadas. Inicialmente fue enterrado en la catedral de Frascati, donde era obispo su hermano Enrique Benedicto Estuardo. Tras la muerte de Enrique en 1807, los restos del Joven Pretendiente fueron enterrados en la misma cripta en la que descansaban su padre y su hermano en la Basílica de San Pedro del Vaticano, cubierta por el monumento diseñado por Antonio Canova (penúltima foto del post). En el mismo templo está también enterrada su madre. Sin embargo, las ‘praecordia’ (vísceras) de Carlos Eduardo Estuardo permanecen en la catedral de Frascati, con su corazón en una urna dispuesta bajo un monumento funerario.

A Carlos Eduardo le sucedió al frente de la casa real de los Estuardo su hermano el cardenal, cuya vida privada también había sido algo escandalosa al ser tildado de homosexual y de estar liado con su mayordomo, monseñor Lercari, un peligro menos para los Hannover reinantes en Inglaterra y que provocó las iras de su padre Jacobo y la intervención papal para poner orden en tanto desmadre. A partir de 1769, compartió su vida con monseñor Angelo Cesarini, al que hizo obispo, y que estuvo junto a él durante 40 años, hasta su muerte en 1809. Como rey, Enrique se autoimpuso el título de Enrique IX de Inglaterra y I de Escocia, pero el mismísimo Papa, que tanto le apreciaba, le llamaba simplemente "el cardenal duque de York". La vida de Enrique Estuardo tiene poco que envidiar a la de su hermano Carlos Eduardo en cuanto a azarosa, interesante y plagada de anécdotas. Entre ellas, el hecho de ser el último 'soberano' británico que practicó esa mezcla de privilegio real y tradición asociada al origen divino de la monarquía que es la imposición de sus manos sobre sus tuberculosos súbditos afectados de scrofula con el ánimo de curarles el llamado 'MAL DEL REY'... PINCHAD EL ENLACE!!!
http://www.sld.cu/galerias/pdf/sitios/santiagodecuba/tuberculosis_1.pdf
A Enrique le sucedió como pretendiente jacobita al trono del Reino Unido su primo tercero el rey de Cerdeña, Carlos Manuel Fernando María de Saboya, que también murió sin descendencia, algo que ya parece cosa de una maldición familiar. ¿Y quién, tras tantas travesuras de la Historia, es el actual pretendiente jacobita la trono del Reino Unido? Pues... pásmense!!!... El actual duque de Baviera, Francisco Buenaventura Adalberto María Herzog (duque) de Wittelsbach, descendiente directo de la popular Sissi, y que, dado que nunca contrajo matrimonio y debido a su falta de descendencia, tiene en su hermano Max al heredero de tan noble como inalcanzable causa. De este último, los derechos pasarán a su hija Sofía Isabel María Gabriela de Baviera, princesa heredera de Liechtenstein, tras su matrimonio con el príncipe Luis Felipe María de Liechtenstein. Se cuadraría así el círculo de la estrecha vinculación a lo largo de estos tres últimos siglos entre la monarquía británica y los linajes reales centroeuropeos...

Basta comparar el hermoso rostro de niño soldado de Bonnie Prince Charlie durante su infancia, o su apostura de belicoso general veiteañero, con esa última imagen del post, de anciano Carlos Eduardo Luis Juan Casimiro Silvestre Severino María Estuardo Sobieski derrotado por el alcohol y la amargura. Toda una metáfora de la ruína progresiva que fue su vida; del triste destino que suele acompañar a los exilados; de la implacable decadencia que sume en el recuerdo a aquellos personajes que devora, cruel e insaciable, la Historia.

Unas 250.000 personas visitan anualmente el campo de batalla de Culloden, allá, en la fría, lluviosa, cautivadora y preciosa Escocia. Espero en que, si en alguna ocasión tenéis la suerte de contemplar este inhóspito páramo cargado de Historia, sintáis parte de la inmensa emoción que me embargó a mí aquel memorable y dichoso día de agosto.

(Aunque este post tendría que haberse publicado el 16, y así está escrito, por razones logístico-técnicas no ha sido posible lanzarlo a la red hasta hoy... pero cuento con vuestro comprensivo perdón).