martes, 10 de noviembre de 2009

De alcachofas y criadillas tan falsas como deliciosas...





















































































































































































































































































































































































Cuando los primeros exploradores franceses desembarcaron a comienzos del siglo XVII en las salvajes costas de Canadá al mando de Samuel de Champlain, en aquel impresionante paisaje que, pocas décadas después sería conocido en todo el orbe civilizado como Nueva Francia, hacía miles de años que los indígenas norteamericanos, verderso señores de aquellas tierras, ya disfrutaban en su dieta de raíces, bulbos y tubérculos que todavía hoy causan sensación entre los fogones de los chefs más reputados del mundo.

Entre ellos, la racine blanc (raíz blanca), nombre dado por los 'voyageurs' (comerciantes en territorio indio) canadienses a la raíz de camas (Camassia quamash), recolectada por las nativas en los meses de abril y mayo, y que se consumía aplastada en forma de masa pegada sobre finas varas de madera y asada al fuego, como un pinchito vegetal de lo más 'moderno' gastronómicamente hablando. O como la pomme blanche (manzana blanca), término con el que los canadienses identificaban al nabo indio o patata de la pradera (Psoralea esculenta) -muy consumido en Canadá y Louisiana antes de la conquista británica- , cuya raíz se secaba y se cocinaba machacada en guisos de carne y maíz o se almacenaba cortada en rodajas para su empleo durante el invierno. Otro vegetal de lo más apreciado era la pomme de terre (manzana de tierra o patata), designación francocanadiense para la nuez de tierra (Apios tuberosa), una raíz comestible muy habitual en la dieta de los Lakota/Sioux con el nombre de 'modo' y que crecía con especial profusión en las riberas de los cursos de agua, lagos y humedales. Completaba tan suculenta colección el hombre de la tierra, cariñoso apodo indígena que demuestra el aprecio de los nativos por el tubérculo que los anglosajones conocían como batata o boniato salvaje (Ipomoea pandurata), muy consumido por los indios Miami y Shawnee.

La auténtica estrella culinaria de toda esta pléyade de delicias hipogeas al servicio de los pieles rojas y sus pálidos invasores es, sin duda, la archifamosa alcachofa de Jerusalén (Helianthus tuberosus), la preciosa especie cuyas rutilantes flores amarillas abren el post, y que los indios denominaban en lengua algonquian Kaischuck Penesuk/Penauk, 'Raíces de sol', por su parentesco y parecido con el auténtico girasol, el de nuestras populares pipas, también originario de la zona. Un tubérculo no demasiado grande que, ¡vaya por Dios!, ni es alcachofa, ni tampoco jerosolimitana, ni mucho menos originaria de Tierra Santa, sino de los verdes terruños atlánticos de la Costa Noreste estadounidense, desde donde se extendió, por acción del hombre y los caprichos de la naturaleza, hacia el Norte, Sur y Oeste del continente americano. Dada su amplia difusión, no es de extrañar que reciba un regimiento de nombres, entre los que están los de papa de Jerusalén o de Judea (...y dale Perico al torno), tupinambo (por los indios Tupinamba de Brasil, varios de los cuales fueron llevados a París a modo de curiosidad al mismo tiempo que estas nutritivas raíces), margarita grande, marenquera, batata del Canadá, pataca, aguaturma, pera o castaña de tierra, patata de palo o de caña, turma de agua o girasol del Brasil.

Aún hay algo más curioso, y es que la aguaturma, tan de moda ahora entre los chefs que apuestan por productos exóticos y técnicas más propias de un laboratorio dedicado a la manipulación genética que de una cocina, no deja de ser un viejo conocido entre los europeos, pues no en vano ya se consumía por estos lares con gran aceptación incluso antes de que la verdadera patata hiciese furor a lo largo y ancho nuestro Imperio poco tiempo después y la relegara poco a poco al olvido como alimento principal de personas y bestias. A Francia llegó en 1613, apenas 10 años después de la fundación de Quebec, y pronto gozó de gran predicamento a nivel popular, como en el resto de una Europa ávida de nuevos sabores y texturas procedentes del Nuevo Mundo, alcanzando hasta Rusia en el siglo XVIII, de la mano del zar Pedro el Grande.
Ciertamente, la alcachofa de Jerusalén comparte con el verdadero alcaucil un sabor muy similar, que se debe a la abundancia en ambas de la inulina, un glúcido muy habitual entre los tubérculos, que con la cocción se transforma en fructosa, en lugar de almidón, como en las patatas, lo que lo hace muy idóneo para su consumo por los diabéticos en sustitución de éstas y aquellos que necesitan seguir una dieta hipocalórica. Al carecer de gluten, es muy recomendada para los celíacos, y, aunque sea un alimento cuya digestión suele causar aerofagias y gases, también se suele recomendar su consumo habitual para combatir el estreñimiento... Aunque los indios la comían hervida, asada, o bien la conservaban desecada en rodajas y luego la rehidrataban para cocerla, este agradecido tubérculo, en su variedades roja y blanca, es una materia prima que admite todo tipo de preparaciones, desde cruda en ensalada, encurtida en vinagre, en sopas (que los ingleses llamaban 'sopa palestina', ¡ahí queda eso! en tiempos de la reina Victoria) , cremas y purés, salteada o gratinada (así gusta mucho en los países anglosajones, donde selen plantarse en los jardines y huertos privados para su consumo casero). Yo flipo con el plato de tiernos kippers (arenques ahumados en el argot del Reino Unido) que te puedes jalar en la Isla de Man con una guarnición de aguaturma salteada, como la de la foto 19. No es de extrañar su similitud en flores y semillas con las de los girasoles, sea la causa de su peculiar y bíblico nombre en inglés, Jerusalem Artichoke, ya que ese 'yirusalem' fonético deriva de la corrupción holandesa del nombre italiano de la planta, girasole articocco, muy popular en tierras transalpinas ... y es que no hay que olvidar que algunos autores europeos de nuestro Siglo de Oro, como el prestigioso botánico Fabio Colonna (Fabius Columna para la ciencia), llamaban a la planta Flor de sol Farnesiana, ya que la conoció en el jardín romano de ese gran mecenas de las plantas que fue el cardenal Farnese.
Más traída por los pelos parece la justificación que dan algunos eruditos a tan polémico nombre, para quienes el controvertido Jerusalem sería una corrupción de la localidad neerlandesa de Ter Neusen (la moderna Terneuzen), el primer lugar de los Países Bajos donde fue cultivada, con gran éxito, por el pastor protestante y botánico Petrus Hondius, en pleno siglo XVII... tal vez por ello, allí se llama manzana-alcachofa de Ter Neusen... los yankees, más sencillos, la conocen coloquialmente como sunroot, woodland sunflower o sunchoke... Todo un filón, este modesto tubérculo americano.
También flores amarillas, aunque más pequeñas y con un toque azafranado en su interior, luce la llamada 'madre de la criadilla' (foto número 20), espléndido estandarte de otra maravilla de nuestro subsuelo, a las que ya podemos acceder fácilmente gracias a diversas marcas de conservas como Río Búrdalo (magnífica su web delicatexen.es) o El Campanillo de Julián Martín: las CRIADILLAS DE TIERRA... Un pequeño hongo (Terfezia arenaria) que crece asociado a la planta y que recuerda mucho por su aspecto a las trufas blancas (ojo con la picaresca, que en este caso es habitual que se la metan doblada a los inexpertos) y en su textura levemente arenosa pero firme a las patatas, setas y castañas de agua. Un producto muy de moda en la gastronomía extremeña y castellana, nacido entre dehesas, encinares, alcornocales o pinos que a mí me encanta como ingrediente en los revueltos de setas o salteado como guarnición de carnes y pescados... incluso en lonchitas en las ensaladas. Otro delicioso especimen que no tiene nada que ver, como su compañera de post, con el nombre que le ha asignado la sabiduría popular (a pesar de su apariencia 'testicular'), pero que recomiendo encarecidamente a todos los amantes de la culinaria micológica o a quienes gusten de sabores distintos y delicados, que no necesariamente caros... Están de rechupete.... ¡BUEN PROVECHO A TOD@S!

5 comentarios:

Agustín Alcaraz Peragón dijo...

Lo malo de leer estos artículos es que acabas con la boca abierta, ante tal demostración de erudición gastronómico-histórica (que mira que me gusta dicha conjunción). Y claro, como estás con la boca abierta y la idem hecha agua de leer sobre manjares, se te cae la baba y lo pringas todo.

Gracias por esta nueva entrada. Estoy pensando que deberías escribir un libro con el recopilatorio de tus artículos sobre historia de la Gastronomía. Yo al menos lo compraría.

sushi de anguila dijo...

Creo que va siendo hora, sí... un buen propósito ése para 2010... es un tema que da para muchísimo de sí... Gracias por el consejo!!!

Wunderkammer dijo...

¡Apoyo la moción del Señor Ventimiglia!

¡Los fans de Sushi de Anguila queremos libro histórico-gastronómico!

José Miguel Prefasi dijo...

Mientras llega el esperado libro histórico-gastronómico os puedo decir que el mejor sabor que recuerdo fue en un pueblo del interior de Tarragona, en 1984.

Era época de calçots y como aperitivo previo a una enoooooorme comida, entre otras lindezas nos pusieron unas impresionantes alcachofas a la brasa.

Lo mejor que he probado en mi vida.

Sushi, a escribir el libro.

Lady M dijo...

Me encantan los nombres de estas delicias de la tierra: raíces de sol, aguaturma, girasole articoco, patata de la pradera, Flor de Sol Farnesiana...
Una delicia aprender tanto de ti...

Escriba usted el libro ya, doctor!!