Era yo todavía muy niño cuando a la Prefectura de Nara trajeron la autoridades una maravillosa exposición en la que el protagonismo absoluto recaía en el kabuto, el casco con el que se cubrían la testa los samurais antes de entrar en combate. Allí había verdaderas maravillas, cuyo mero recuerdo todavía me deja con la boca abierta. Podías contemplar auténticas joyas desde los Períodos Kamakura y Moyoyama, de una elaboración muy simplificada, a menudo con sólo tres placas de metal, hasta los refinados ejemplares del Shogunato Tokugawa tan caracterísiticos del Período Edo. Como no podía ser menos, en todas las visitas de una temática parecida siempre me acompañaba el abuelo Toyoishi, que evocaba con esta exposición y otras similares sus tiempos más guerreros, cuando surcaba los cielos a lomos de un veloz caza a mayor gloria y honra de la Aviación del Ejército Imperial.
Asistir con él a acontecimientos como éste era una auténtica gozada. Escucharle hablar resultaba siempre tan interesante y ameno, pues con su relato, nunca pedante y siempre jugoso, te aportaba un sinfín de anécdotas, de curiosas historias, de apasionantes sucesos relacionados con lo tan celosamente protegido detrás de las vitrinas... Gracias a él aprendí que la mayoría de kabutos se componían de dos piezas, el hachi, o parte principal del casco, y el shikoro, compuesto por un abanico flexible de placas metálicas curvas entretejidas con cordones de seda y diseñado para proteger la nuca. Sobre el frontal del casco se situaba un adorno con la representación del clan de cada samurai... De mano del abuelo caí rendido ante el embrujo de los cascos del modelo kawari, construidos en las turbulentas épocas en que la guerra civil asolaba recurrentemente nuestra querida patria, y en la que los yelmos se decoraban con increíbles figuras y motivos fabricados con la técnica del harikari, a base de papel lacado sobre finas estructuras de madera, para hacer más reconocibles a los guerreros en el campo de batalla y conferirles también un aire cuasi sobrenatural con el que resaltaban aún más su innata ferocidad...
Si había un casco del que guardo un especial recuerdo de los muchos que integraban la muestra, ése era el perteneciente a Masamune Date, el valiente 'DRAGÓN DE UN SOLO OJO'... un poderoso daymio tuerto que fundó en 1600 la hoy próspera ciudad de Sendai entre combates y más combates que siempre solían reportarle innumerables victorias... Gran impulsor de la cultura y defensor en las tierras que controlaba del cristianismo, religión extranjera con la que simpatizaba, fue gran amigo del padre Sotelo, un franciscano sevillano al que Masumane liberó de las garras del legendario Tokugawa Ieyasu, y que posteriormente pagaría ardiendo en la hoguera sus intentos de evangelizar Japón desafiando la prohibición del todopoderoso shogun, que había proscrito el cristianismo y su prédica en tierras niponas en 1614.
Seguramente fue Sotelo el que animó a Date a enviar una embajada diplomática desde Japón hasta la Europa Occidental dominada entonces por el Imperio español, a bordo del galeón de 16 cañones 'San Juan Bautista', uno de los primeros construidos en astilleros japoneses siguiendo las técnicas hispanas de la época y que requirió el trabajo de 3.000 ebanistas, 700 herreros y 800 carpinteros de ribera, que lograron la proeza en tan solo 45 días bajo la dirección del marino español Sebastián Vizcaino. En 1613, el navío llevó hasta México a una embajada de 180 japoneses encabezada por el padre Sotelo, que posteriormente se desplazaría hasta Filipinas, Roma y Sevilla, entre las varias etapas de su viaje. Seis de los huéspedes orientales decidieron establecerse en la vecina Coria, y ese es el motivo por el que centenares de vecinos de la localidad andaluza, descendientes directos de los viajeros asiáticos, se apelliden hoy Japón.
Todo esto se lo oía yo contar a mi abuelo embobado... Y casi lloré de la emoción hace un buen puñado de años cuando visité la fantástica réplica que del mítico galeón que se construyó en 1993 en Ishinomaki, muy cerca del mismo lugar donde el velero original besó por primera vez las aguas.
Recuerdo que antes de abandonar la exposición dedicada a los cascos, le estuve dando la lata a mi abuelo sobre la mucha ilusión que me haría tener cuando fuera mayor (para entonces, cifraba yo esa circunstancia en los que aún me parecían lejanos 16 años) un kabuto similar a esas maravillas allí dispuestas, y no dejé de preguntarle si no quería comprar uno para nuestra casa, que seguro que adornaría estupendamente el salón. Pero él, estoico donde los haya, me miraba entre divertido y emocionado por tan insistente petición, y me respondía con un atisbo de sonrisa que, dada su pétrea expresión, parecía una vil traición al severo rostro. Tanto le insistí que, finalmente, me aseguró que si dejaba de comportarme como un mono rabioso y sacaba muy buenas notas ese trimestre, algún día me contaría un secreto sobre un antiguo casco por el que había llegado a sentir una gran atracción hacía ya mucho tiempo.
Ni que decir tiene que acepté el reto en cuerpo y alma, pese a ser un renacuajo, y los siguientes meses muy rendimiento en la escuela fue tan excepcional que fui condecorado por las autoridades educativas de la Prefectura de Nara, por lo mucho que enorgullecían a mi país tan estupendas calificaciones. Las ganas de conocer el secreto del que hablaba el abuelo Toyoishi me llevaron a esforzarme en grado extremo, pero conseguí capear el temporal con acierto. Tanto que, apenas recibida mi cartilla repleta de las más altas puntuaciones, le recordé al abuelo que ahora era él quien tenía que cumplir con su palabra. Sin inmutarse, pareció hundirse en sus pensamientos sentado en el cómodo sofá del porche de casa de mis padres, entre desconcertado y enigmático, y noté cómo su mirada cambiaba radicalmente, adquiriendo un tono entre condescendiente y satisfecho por lo que su nieto mayor, el favorito al decir de todos los que nos vieron alguna vez juntos, había logrado a base de sacrificios y grandes esfuerzos.
Entonces fue cuando, de una manera inesperada, echó mano de la raída cartera de piel que siempre llevaba encima y extrajo de ella una vieja foto no muy grande pero que permitía admirar esa enigmática pieza soñada por el abuelo, a partir de su reproducción en cartón. Ya al primer vistazo lo identifiqué con un viejo casco griego de estilo corintio, datado tal vez en el siglo VIII o IX a.C. Para algo tenía que servirme mi afición al apasionante mundo de la Historia Antigua europea desde que apenas había aprendido a leer, pensé... "Bonito, ¿verdad?", me preguntó, al contemplar mi rostro anonadado por la sorpresiva revelación. "Es el famoso casco que encontró oculto entre las ruinas de Olimpia el legendario arqueólogo alemán Ernst Curtius, a cargo de las excavaciones del yacimiento entre 1875 y 1881.... Fíjate la fecha al reverso de la postal...1936...Berlín..."
"El año de las Olimpiadas de Hitler", le contesté yo.... "Y de la Riefensthal, del legendario Jesse Owens, y del invencible Sohn Kee-Chung...", me replicó, aunque bien es cierto que el último nombre, del que intuí el más que evidente origen coreano, no me sonaba en absoluto... "¿Sabías que este casco de la postal era el gran premio que tendría que haber recibido el ganador de la maratón en los Juegos Olímpicos de Berlín, considerada entonces la prueba más importante de todas?", insistió... "No tenía ni idea, abuelo" repuse algo contrariado por mi ignorancia, pero interesadísimo por la gran historia que parecía abrirse ante mí a pasos agigantados.... Acto seguido, el antiguo piloto de caza me enseñó una vieja fotografía en color sepia bastante descolorida en la que, de manera sorprendente, aparecía el abuelo posando en ropa de deporte junto al casco griego que previamente me había mostrado, colocado sobre una peana acristalada con una esvástica, y en compañía de un joven de aspecto fuerte, fibroso y tan atlético que era evidente que la instantánea había sido tomada en las Olimpiadas de Berlín... circunstancia que constituyó una sorpresa morrocotuda, pues no sabía, ni nunca se me había comentado en la familia el que el abuelo hubiera estado en tierras europeas, y menos aún tomando parte en una competición de la trascendencia de unos Juegos Olímpicos.
Entonces, el abuelo Toyoishi comenzó a narrarme una serie de peripecias vitales dignas de la fértil imaginación del mejor novelista, aunque cuando me aseguró que lo que iba a contarme a continuación respondía a la más absoluta realidad, de la que había sido pieza importante, no dudé que sería del todo cierto, pues él nunca había mentido a nadie en su vida, y menos aún a su nieto favorito. Así, de su mano, conocí de manera directa uno de los secretos mejor guardados por nuestra familia, que sólo unos pocos miembros privilegiados ya sabían... y que incluía a uno de los más grandes atletas de la Historia de Asia, el mentado Shon Kee-chung.
Aunque Japón había sido históricamente desde la puesta en marcha de las Olimpiadas una de las principales potencias medallistas en los Juegos (quinta tras Estados Unidos, Italia, Francia y Suecia en los últimos celebrados hasta entonces en 1932 en Los Ángeles con 35 medallas, siete de oro, y por delante de Gran Bretaña, Alemania y Australia) , la ambición por conseguir cada vez más y más triunfos llevó a hacer competir como japoneses a los atletas coreanos, ya que su país natal era entonces una importante colonia del Imperio del Sol Naciente desde el año 1910. Ese ansia de victorias se justificaba porque Japón había sido elegido como la sede de los próximos Juegos, los de 1940, coincidiendo con el 2.600 aniversario del establecimiento del Imperio a manos del emperador Jimmu, y siendo la primara vez que habrían de celebrarse en un país no occidental, las autoridades niponas querían conseguir unos grandes registros. La Segunda Guerra Mundial , implacable, haría añicos esos sueños de grandeza, y los Juegos no revivirían sino hasta 12 años después, en 1948 y en un Londres devastado aún por la contienda recién librada...
Pero eso nadie podía sospecharlo aún en verano de 1936, y menos mi abuelo Tayoishi, que, dadas sus grandes condiciones atléticas, bien conocidas en el seno del Ejército Imperial, había sido reclutado desde su Sentai de caza para entrenar con el equipo del que posteriormente serían seleccionados los corredores que disputarían la maratón en los Juegos de Berlín. Por aquel entonces volaba en China un moderno y veloz biplano Kawasaki Ki-10, recién puesto en servicio en las unidades de caza japonesas en diciembre 1935, y cuya maniobrabilidad extrema le permitía hacer cualquier cabriola o diablura en el aire, incluso a costa de los novatos pilotos chinos a los que ocasionalmente derribaba tras combates en los que siempre imponía su maestría a los mandos. A pesar de que todo iba viento en popa, al abuelo le seducía más tomar parte en los Juegos de Berlín ese agosto que continuar ese verano jugando al ratón y al gato sobre los cielos de China, y aceptó encantado su selección como atleta olímpico de su país, aunque era consciente de la ardua tarea que le esperaba.
Sin embargo, el furor por el olimpismo había calado en la sociedad japonesa tras la elección de su capital como sede de las Olimpiadas de 1940 en julio de 1936. Las calles de Tokio se iluminaban con los fuegos artificiales, mientras que de los balcones y techumbres de las casas colgaban banderas y lemas olímpicos, se editaban sellos conmemorativos y la gente celebraba por anticipado los grandes momentos que habrían de vivir dentro de cuatro años, mientras las autoridades ya planeaban la construcción del gran estadio en el distrito de Komazawa.... Recuerdo vivamente cómo mi abuelo aún se emocionaba al evocar aquellos días felices en que toda la nación vibraba ilusionada, aunque él hubiera sustituido su mono de vuelo por la equipación deportiva, eso sí, con el firme objetivo de traerse para Japón el legendario casco griego descubierto por Curtius.
Desde el primer momento tuvo muy claro quiénes podrían impedírselo, y era muy consciente de que sus grandes rivales estaban en el seno de su propio equipo. Se trataba de dos correosos atletas coreanos, el citado Sohn Kee-chung y su compañero Nam Seung-yong. El primero, tan obstinado nacionalista (llegaba la extremo de dibujar el mapa de Corea junto a su firma) como fantástico competidor, había batido a finales de 1935 el récord del mundo de maratón, obteniendo un tiempazo: 2 h 26' 42". Frente a tal demostración, Toyoishi sólo podía poner más entrenamiento y trabajo para intentar domeñar al coreano, y durante varias semanas trabajó duro y sin apenas descanso, mejorando su técnica de correr, lo que le hizo obtener grandes progresos y acercarse con la velocidad de un halcón en picado a la marca de su rival, al que los japoneses habían inscrito en los Juegos como uno de sus paisanos bajo el ficticio nombre de Son Kitei. Por su parte, Nam fue registrado como Nan Shoryu.
Esto puso rabioso al bravo plusmarquista coreano, que, inicialmente, pensó en abandonar el equipo y en negarse a correr, pero luego vio que serían peores las consecuencias en forma de crueles represalias que su decisión podía acarrear a los suyos, ya que las autoridades niponas contaban con una medalla de oro segura en la prueba estrella de los juegos, y no estaban dispuestas a dejarla escapar. Como deportista, Sohn también quería demostrar sobre la pista que, sin ninguna duda, era el mejor del mundo en su especialidad. Llegaba a la cita olímpica con 9 victorias en las doce maratones que había disputado desde 1933, y sabía que el destino nunca pondría a su alcance otra oportunidad como ésta, y más si se confirmaban los funestos presagios que anticipaban una guerra en Europa, semejante a la que tan sólo hacía unos días había comenzado en España y que podían dar al traste con todo el movimiento olímpico y sus encomiables ideales.
La decisión, pues, estaba tomada y era firme. Iría a Berlín a por todas, a despojar de su título al vigente campeón olímpico, el argentino Juan Carlos Zabala, el popular 'ñandú criollo', aunque ahora tenía otra preocupación en mente, y no era otra que ese joven Tayoishi, reclutado apenas hacía unos meses de entre las filas de la Aviación del Ejército Imperial, y que cada día progresaba más y más en la pista.
Tales fueron las marcas que conseguía el samurai alado, que éste consiguió ganarse el respeto de sus dos compañeros de equipo coreanos. No existía empatía entre ellos, ni la menor coincidencia política, ni una relación de camaradería, pero a cada minuto que pasaba, el respeto entre los tres contendientes crecía a pasos agigantados, hasta desembocar en profunda admiración; la misma que se siente por el piloto que maniobra magistralmente para ponerse a la cola del enemigo y achicharrarle con sus ametralladoras; ésa que nace del amor por la competición, de una manera pura e idealista; por coronarse vencedor enfrentando a un tiempo músculos e inteligencia, administrando de la mejor manera los recursos que atesora cada cuerpo.
Tales fueron las marcas que conseguía el samurai alado, que éste consiguió ganarse el respeto de sus dos compañeros de equipo coreanos. No existía empatía entre ellos, ni la menor coincidencia política, ni una relación de camaradería, pero a cada minuto que pasaba, el respeto entre los tres contendientes crecía a pasos agigantados, hasta desembocar en profunda admiración; la misma que se siente por el piloto que maniobra magistralmente para ponerse a la cola del enemigo y achicharrarle con sus ametralladoras; ésa que nace del amor por la competición, de una manera pura e idealista; por coronarse vencedor enfrentando a un tiempo músculos e inteligencia, administrando de la mejor manera los recursos que atesora cada cuerpo.
Una vez más, el deporte obró su milagro supremo, y unos hombres, guerreros de la pista en el más estricto sentido, llamados por las circunstancias a ser antagonistas irreconciliables, terminaron unidos por ese lazo indesligable que sólo otorga el ansia de victoria, de triunfar poniendo toda el alma en el empeño. Toyoishi había dejado de ser visto por los dos coreanos como un intruso impuesto para capitanear y usurpar el éxito de aquellos dos deportistas imbatibles. Ahora más que nunca, el equipo japonés de maratón era, sin discusión, una insuperable y perfecta máquina de ganar que aterrorizaba a sus rivales. Una piña imposible de fragmentar y ávida de gloria. Y como tal desembarcó en la capital alemana aquel verano de 1936 en que las garras de la violencia más fratricida causaban estragos en distintos puntos de la Vieja Europa... Lo primero que hicieron Toyoishi, Sohn y Nam fue acudir al recién construido museo de Pérgamo, para contemplar en sus salas ese yelmo corintio cuya definitiva posesión tanto ambicionaban, dentro de la vitrina que lo protegía sobre una peana adornada con la cruz gamada. Desde ese frío contenedor, parecía mirarles a través de sus negros ojos vacíos de vida, generando en el trío de atletas una pavorosa atracción. Allí se compraron la tarjeta con la imagen del casco... la misma que el abuelo me había enseñado casi medio siglo después....
Ilusionados esperaban también la llegada de la antorcha olímpica que, por primera vez en la historia, traían por relevos desde la mismísima Olimpia... El día elegido para la llegada de la legendaria tea al estadio era el 1 de agosto, y la llama haría su entrada en el estadio en manos de Fritz Schilgen...horas de espera ilusionada, de engañar a los incorregibles nervios con una fingida tranquilidad... momentos que pueden marcar una vida y que saltaron hechos añicos para Toyoishi de la manera más inesperada.
El último día de julio mi abuelo recibió una llamada telefónica de sus superiores y una orden en nombre del Emperador por la que fue requerido oficialmente para abandonar Alemania y retornar de urgencia a Japón. Un imprevisto golpe bajo que dejó destrozado anímicamente a Toyoishi, pero también a sus compañeros de terna. Sin él, el Japón no sólo perdía a uno de sus mejores competidores, sino que veía desvanecerse el sueño que secretamente albergaban los tres atletas, que no era otro que copar el podio y las medallas en la considerada entonces prueba reina del atletismo mundial... Deshecho en amargas lágrimas, Toyoishi llegó en apenas dos días de vuelo a un aeródromo próximo a la capital imperial...
Allí supo que, dadas sus increíbles cualidades y su experiencia en combate, era uno de los pocos elegidos para poner a punto a la aeronave llamada a revolucionar la aviación de guerra nipona, el caza Nakajima Ki-27 http://www.youtube.com/watch?v=JS65fVPop8E, un monoplano de grácil aspecto y tremendamente maniobrable, más que cualquier avioneta de Reconocimiento e Instrucción conocida entonces, y cuya entrada en servicio era secreto de Estado, ajeno y oculto a los periodistas, con el ánimo de no alertar a los enemigos soviéticos y chinos con los que habría de enfrentarse en próximas fechas. Un avión llamado a hacer historia y que no defraudó a sus diseñadores, constituyendo una marga sorpresa para todos los pilotos que tuvieron que enfrentarse con él entre 1938 y 1941, ya fueran rusos, chinos, holandeses, británicos o estadounidenses. Y a todo ello contribuyó el trabajo incesante de puesta a punto de los primeros y ultrasecretísimos Ki-27, al que estuvo dedicado en cuerpo y alma Toyoishi durante los siguientes meses.
Sin embargo, nunca pudo desligarse de ese gran sueño que para él hubiera supuesto ganar la gran maratón olímpica, y el 9 de agosto de 1936, como muchos millones de japoneses, recurrió a la radio para ver qué desenlace deparaba la prueba para sus, hasta entonces, compañeros de equipo. Como estaba previsto, el argentino Juan Carlos Zabala abrió de forma explosiva las hostilidades, liderando la prueba con mucha suficiencia, hasta que en el kilómetro 28 del recorrido, terriblemente exhausto por su participación los días anteriores en la prueba de 10.000 metros, donde quedó sexto, sufrió una terrible pájara que le desfondó y provocó su retirada. El 'ñandú' se había dejado su brillante plumaje en la carretera, bien es cierto que exhibiendo en la debacle un coraje extremo, más allá de toda cordura. Momento decisivo que aprovechó Shon para tomar el mando y hacerse con la carrera, llegando primero a la meta, fuerte y fresco como una rosa, imponiéndose al resto e corredores mientras marcaba el nuevo récord olímpico de la especialidad con 2 h 29' 19". Tras él entró el británico Ernest 'Ernie' Harper, que compareció en el estadio unos dos minutos más tarde, seguido de Nam, a tan sólo 20 segundos, para un tiempo de 2 horas 31' 42". Oro y bronce a partes iguales para dos coreanos que corrían ante el mundo como japoneses.
Desde su barracón allá en el remoto País del Sol Naciente, Toyoishi sentía casi como propios esos triunfos radiados a todo el país, y que desataron la locura colectiva en sus calles. Sin embargo, aún tenía que suceder lo más sorprendente, algo que dejó estupefactos a los nipones en sus casas durante la esperada ceremonia de entrega de las medallas de la maratón. Una escena que quedaría inmortalizada para siempre en las retinas y la memoria colectiva de los pueblos asiáticos, de todos aquellos que se sentían oprimidos por naciones ajenas más poderosas que imponían su hegemonía de manera asfixiante.
En el mismo momento de acceder al trono, y frente al fervor patriótico que había caracterizado hasta entonces este tipo de actos en los Juegos precedentes, Shon y Nam, tocados con sendas coronas de laurel, bajaron la cabeza en silencio en el momento en que sonaba el himno del Japón y se izaba su bandera en el estadio, negándose a celebrar su triunfo mientras vertían amargas lágrimas ante la mirada de una comunidad internacional deportiva anonadada por tan bizarro gesto http://www.youtube.com/watch?v=wbJdiT6TPN0 . Para muchos japoneses que desconocían el verdadero trasfondo del asunto, sus dos corredores, Son y Nan, eran dos desagradecidos, dos traidores a su patria, un par de locos inconscientes que merecían el peor de los castigos. Para sus compatriotas coreanos, a pasar del hinomaru que llamativamente lucían en el frontal de su chándal, Shon y Nam eran dos auténticos héroes orgullosos de su origen, y los primeros medallistas olímpicos de la historia de su país. Mi abuelo hacía minutos que yacía arrodillado en el suelo maravillado por su proeza deportiva y rendido a las agallas de aquellos que, sin ser guerreros, no tenían nada que envidiar a quienes exponían sus vidas en el campo de batalla.
La valiente postura adoptada por Sohn y Nam habría de tener consecuencias. La principal fue que, a modo de castigo, las autoridades deportivas nipones impidieron que el bravo campeón de la maratón recogiera el premio que le estaba destinado, el legendario casco descubierto por Curtius. Fue una decisión adoptada en el mayor de los sigilos que mi abuelo sólo supo años después, cuando coincidió en Tokio con el campeón olímpico cuatro años después, y que le enfureció tanto como le apenó, pues sabía de la ilusión que suponía para cualquier atleta la posesión de semejante trofeo.
Pero también tuvo sus efectos, y muy importantes en el plano político. El diario coreano 'Dong-a Ilbo' publicó la fotografía de Shon subido al podio pero borrando de su pecho el hinomaru que le identificaba como miembro del equipo nacional japonés. Una osada decisión que se saldó con el secuestro de la publicación durante nueve meses y el encarcelamiento de ocho personas relacionadas con el diario por parte de unas enfurecidas autoridades japonesas, pero que avivó las conciencias de muchos coreanos contrarios a la ocupación nipona.
Nada más conocer esta historia de labios de mi abuelo, rememoré aquella otra que tanto me había impresionado en mi niñez, la conocida protesta de Tommie Smith y John Carlos en favor de los Panteras Negras, inmortalizados para la posteridad con sus puños alzados envueltos en negros guantes, durante las Olimpiadas de México en 1968, tras ganar también, ¡qué casualidad!, las medallas de oro y de bronce, aunque esta vez en en la prueba de 200 metros lisos.
Mi abuelo, abandonadas ya sus veleidades atléticas debido a las necesidades militares del Imperio, no volvió a encontrarse con Sohn hasta 1940, durante un permiso que le trajo desde un remoto e inhóspito aeródromo chino hasta Tokio, donde el último campeón olímpico de la maratón estaba a punto de graduarse en la prestigiosa Universidad Meiji. El inesperado encuentro se saldó con un par de cervezas por los viejos tiempos, aunque mi querido antepasado, tan reservado o más que su interlocutor, no quiso contarle nada de sus combates aéreos contra los rusos en Mongolia o contra los mercenarios estadounidenses que combatían en el bando de los chinos como miembros de los afamados Tigres Voladores... Ambos lamentaron, eso sí, que las vicisitudes bélicas que estaban llevando a la Humanidad al desastre, hubiesen provocado la cancelación de la Olimpiada prevista para ese año en Japón, y de las generaciones de deportistas que se habrían de perder víctimas de un conflicto que no conocía piedad alguna...
Nunca más se volvieron a ver.... al menos, en persona.... Unos años después, durante la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Seúl, fui testigo de un hecho excepcional que rara vez acontece en mi familia, y que no era otro que ver al abuelo llorar. Ese 17 de septiembre, mi querido antepasado no pudo contener sus lágrimas, sobrias y escuetas, eso sí, pero lágrimas, al fin y a la postre, al ver que el atleta que entraba en el gran estadio construido para la ocasión, con la llama olímpica en mano no era otro que el veterano Sohn Kee-chung, entre el incansable griterío de su gente, de los compatriotas por los que siempre había dado la cara http://www.youtube.com/watch?v=xgAXCAWQUic ... Se ponía así fin, de la mejor manera, a una deuda histórica. Esa memorable proeza, además de reparar una injusticia histórica, trasladó irremediablemente a mi abuelo a aquellos años de juventud en que todo parecía posible; en que no había límite alguno para los valientes y osados. A aquellos olores e imágenes que juntos compartieron tres compañeros llamados a hacer historia del deporte, de no ser por los enrevesados caprichos del azar...
Entonces Sohn era ya una leyenda en su país, y ya había sido el abanderado de Corea en los Juegos de Londres de 1948.... Su récord mundial de maratón estuvo vigente doce años, desde 1935, hasta que fue batido en 1947, cómo no, por uno de sus discípulos. La explosión definitiva de los africanos aún estaba por producirse en el mundo del Atletismo. Ahora, el anciano héroe de 76 años cedía la antorcha olímpica al último relevista para que la llevase presto al pebetero, entre el delirio de toda su nación.... y el emocionado aplauso de su veterano amigo japonés.
Le hubiera encantado saber que, finalmente, el Gobierno de Corea del Sur había entregado en 1986 a la superestrella de su brillante historia deportiva aquello que había ganado en buena lid sobre la pista en 1936, el famoso casco corintio hallado por Curtius y que estaba destinado al maratoniano que primero parara el crono de los Juegos berlineses.
Shon se consagró a la formación de jóvenes atletas que pudieran, si no mejorar, sí al menos igualar sus apabullantes registros, y uno de ellos consiguió el oro en la prueba de maratón celebrada en Barcelona 92. Un exitazo que mi abuelo Toyoishi no pudo contemplar, pues había fallecido más de un año antes, en enero de 1991... sin poder hablar nunca más con sus compañeros de aventuras deportivas... Nam le siguió en 2001, y cerró el capítulo, como era previsible, Sohn un año después. Me consuela mucho pensar que los tres antiguos camaradas seguramente estarán, allí donde se encuentren, rememorando esos tiempos felices de deportiva competición y correteando incansables de aquí para allá....
Yo, por mi parte, quise rendirle al abuelo un tributo especial, y enterré a los pies de su tumba la postal con la imagen del antiguo casco griego. Ese día me quité un gran peso de encima, y no pude dejar de sentirme tremendamente unido, seguramente para siempre, a ese viejo piloto al que tanto admiré y quise.
Este post va dedicado a Wunderk, por demandar estas historietas de corte rutilante y preciso, a cargo del abuelo Toyoishi...
12 comentarios:
Magnífico episodio en la ajetreada vida de mi admirado abuelo Toyoishi... gracias mil por la dedicatoria de este estupendo texto, Sushi.
Mientras lo he leído me imaginaba todas sus historias publicadas e ilustradas por un maestro del cómic haciendo las delicias de niños y jóvenes a la vez que aprendiendo esa asignatura cada vez más comprimida en los curricula por culpa de la LOGSE como es la historia universal.
Fuerte abrazo para ti y para el abuelo, que estará en el cielo.
Y por cierto, qué maravilla la colección de cascos con la que nos ilustras la historia, y qué curiosa la historia de los coreanos en las olimpiadas... muy emocionante.
Gracias, Wunderk...sí, por allí anda, por el cielo, volando en busca de enemigos con los que pasar un buen rato, compartiendo entrenamientos con sus rivales deportivos, y practicando su mayor afición, la misma que me contagió siendo un niño, y que no es otra que la pesca... Besicos
Después de 5 minutos delante de las teclas para ver como podía expresar todo lo que he sentido al leer tu post, y sólo se me ocurre un: GRACIAS por compartir todo esto con nosotros.
Un abrazo.
Sushi, ya sabes que por pura casualidad este post tiene mucho que ver conmigo, y la verdad, me ha encantado la historia de los coreanos. Refleja muy bien el carácter de esta gente (coreanos y japoneses, japoneses y coreanos): si creen en algo no hay nada que les detenga.
De un tirón...
Pa' cuando el siguiente?
Mary, encantado con la coincidencia coreana, y muy contento con que te haya interesado...cuando les comentes a tus amigos de Corea del Sur que conoces esta hisotria, se quedarán boquiabiertos...
Alison, muchísimas gracias por tus elogios, que le sientan a este cronista como agua de mayo. Espero seguir manteniendo tu interés en próximos posts. Un abrazo...
Ayer mismo vi un casco corintio igual, en el Museo Olímpico de Lausana. ¿Has estado? Impresionante. ¿Alguna recomendación gastronómica suiza?
Un abrazo.
CON GANAS ME QUEDO, PAUL, DE CONOCER EL MUSEACO...Que sé de buena tinta que es espléndido espléndido...
De la gastronomía suiza, hay tanto que recomendar...más allá de los quesos y de los chocolates, que me chiflan todos, tenemos el rösti (a mi me encanta, a pesar de que empalaga en extremo), esa especie de tortilla de patatas grasienta...
Cómo no, las fondues y raclettes, las salchichas (Schüblig, Bratwurst, Wienerli, Emmentalerli y Saucisson, entre otras), una especie de cecina llamada Bündnerfleisch, peces de lago y río como la trucha y la perca, tartas increíbles (muchas de ellas a base de frutos secos), merengues (invención local), y, en las zonas más italianas, rissotos, polentas y asados de capretto (cabrito)... ¡Qué aproveche!
Bienvenido de nuevo a tu casa, amigo
Apabullante, hipnótico, delicioso, emocionante, conmovedor... estoy deseando que me dediques el ejemplar del libro que un día no muy lejano publicaras con una selección de tus entradas blogueras entre las que esta no puede faltar.
Ahora que uno de mis objetivos vitales es traspasar el 1 de noviembre en Central Park la meta del Marathon de Nueva York una historia como esta me cautiva aun mas.
Gracias por regalarnos estas palabras y los sentimientos que nos despierta su lectura.
Gracias a ti, Antonio...no dudo de que cuando consigas la proeza de culminar tu primera maratón, en tu fuero interno no te sentirás menos héroe que Sohn, Toyoishi o Filípides... ánimo, deportista!!! Da gusto tener unos lectores de tu tronío... y tan fieles y generosos... Un fuerte abrazo...
Ten por seguro que el 1 de noviembre tu tb estarás en Central Park conmigo, especialmente después de haberme empapado de esta conmovedora historia.
Un abrazo de oso maratoniano ;-)
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