Viajemos mentalmente a la Europa de 1757 en tal mes como el de los corrientes. Medio mundo está pringado en lo que Winston Churchill definió como "la Primera Guerra Mundial de la Historia": la Guerra de los Siete Años, que había comenzado tres años antes en los bosques norteamericanos que abrigaban al río Ohio por una escaramuza a tiros de mosquete entre virginanos y franceses, por causa de la poca cabeza de un coronel de milicias veinteañero llamado George Washington. Conflicto que, de 1756 a 1763, iba a alterar definitivamente el orden político europeo; es decir, el del mundo desarrollado de entonces. Entre las preeminentes figuras del conflicto, brillaba con la luz de un astro rey quien estaba llamado a pasar a la posteridad como uno de los mayores genios militares de todos los tiempos y, sin duda, en palabras del mismísmo Napoleón, "el más grande de su época": Friedrich/Federico Hohenzollern, rey de Prusia y príncipe elector de Brandemburgo a un tiempo, Federico II de Prusia y IV de Brandemburgo para los chambelanes de las casas reales y principados europeos, Federico el Grande para la Historia.
Personaje tan fascinante como contradictorio, el joven Federico tuvo claro desde muy joven que no quería seguir con las veleidades castrenses de su padre Federico Guillermo I, apodado 'El Rey Sargento', quien había forjado el mejor ejército de todo el mundo de acuerdo a la calidad y contundencia física, entrenamiento, disciplina y armamento de sus tropas, a pesar de su reducido tamaño. Al contrario, el adolescente príncipe se veía más atraido por la filosofía, la literatura francesa (la lengua oficial de la corte prusiana era el francés, considerado un símbolo de distinción cultural frente a la lengua alemana, asociada a las clases humildes, y Federico se apañaba mejor en ésta última que en alemán, ya que él y su hermana Guillermina sólo hablaban en francés con su madre, a pesar de la condición de princesa germana de ésta) o el ansia de conocimientos y saberes que promovía la Ilustración, con cuyas principales figuras, entre ellas Voltaire o D'Alambert, se carteaba y llegó a mantener una gran amistad personal, tras ser invitados a su corte.
De aspecto agraciado, aunque de constitución flaca y débil, y con una voz más nasal que varonil, era un obsesivo de la limpieza, la higiene y el vestir elegante. Su condición de homosexual declarado, a pesar de un par de affaires con mujeres durante su adolescencia, encendía las iras de su intolerante y nada sofisticado padre, quien no perdía ocasión de humillarlo públicamente ante las tropas del ejército, creyendo que así "entraría en vereda". Tras un fracasado intento de huída a Inglaterra, donde reinaba desde 1714 como Jorge I su abuelo -el príncipe elector de Hannover-, en compañía de su amante, el teniente Hans Hermann von Katte, 8 años mayor que él, Federico fue encarcelado en el castillo de Kuestrin durante dos años, en los que fue desposeido de su condición de príncipe heredero.
Tras ser obligado a asisitir a la decapitación de Von Katte (al que en el último momento pidió perdón tras arrojarle un beso desde la ventana de su celda, al que respondió Von Katte con un emotivo "no hay nada que perdonar; muero por vos con alegría en mi corazón"), la mentalidad del frágil y delicado príncipe cambió de manera decisiva, llegando incluso a casarse con la princesa Isabel Cristina de Brunswick-Bevern (a la que, en la práctica, no tocó ni un pelo durante sus años de matrimonio, y a la sólo vería una vez al año en cuanto accediera al trono en 1740) para mantener las apariencias y recuperar su derecho a reinar. Asimismo, volcó todas sus fuerzas y afanes en su faceta cultural, su pasión por la masonería (de la que era un destacado dirigente a nivel mundial a partir de su ingreso en 1738) y, sobre todo, en potenciar su ejército como el mejor instrumento político posible para acrecentar los fragmentados territorios y la influencia de su reino, encajonado entre las tres grandes potencias continentales de su tiempo: Francia, Rusia y el Imperio Austrohúngaro.
De hecho, Federico accedió al trono, al igual que su padre bajo la fórmula de 'Rey en Prusia', y sólo tras sus proezas militares contra los austríacos y la apropiación en 1744 -aprovechando con presteza un vacío en la cuestión sucesoria- de Frisia Oriental, se haría llamar desde entonces formalmente 'Rey de Prusia'.
Quién le iba a decir cuando era un joven príncipe díscolo tan alérgico a los asuntos militares, que ese 4 de diciembre de 1757 habría de llegar al frente de 10.000 de sus estupendos soldados a las proximidades de la villa de Leuthen, también conocida entonces como Lissa y actual Lutynia polaca, en la Baja Silesia. Un territorio rico en recursos minerales y agrícolas, y muy codiciado a causa de su boyante industria textil, esa Silesia que, con su estupenda capital de Breslau (la actual Wroclaw, tan llena de universitarios murcianicos gracias al programa Erasmus), había sido arrebatada a los austriacos por un treintañero Federico en 1745, durante la Guerra de Sucesión Austríaca (1740-1748) que puso a la carismática María Teresa, a sus juveniles 23 años y gracias al caballeroso y entregado apoyo de los aristócratas húngaros, en el trono vienés.
Entonces, Prusia era fiel aliada de Francia, pues ambos países tenían tradicionalmente en la Casa de Austria a su mayor enemigo. Sin embargo, durante la Guerra de los Siete Años, Federico había asumido una arriesgada apuesta que, con el tiempo y no poca fortuna, terminó por darle la razón. Decidido a obtener el máximo posible de territorios, acordó mediante el secreto Tratado de Westminster (firmado en 1755 a espaldas del resto de potencias) unir su destino al del poderoso príncipe elector de Hannover, que, no es casualidad, también era el vigente rey de Inglaterra, su tío Jorge II, un rudo alemán al frente del cada vez más ambicioso y potente Imperio Británico, permanentemente enredado en rivalidades y conflictos coloniales de índole territorial y comercial con Francia y España, potencias que estaban unidas entonces por un muy vinculante Pacto de Familia entre estas dos ramas de la monarquía borbónica.
Optar por Hannover era hacerlo por Inglaterra, y también por el oro que en cantidades ingentes era desviado desde el Tesoro Británico hacia Prusia para que Federico II pudiera tener su ejército listo para cuando la situación lo demandase. La oportunidad llegó con el estallido de la Guerra, que invirtió el tradicional orden de alianzas en toda Europa en lo que dio en llamarse, según los historiadores, la Revolución Diplomática, y que forjó dos bandos cuyos miembros jamás habían combatido antes juntos. Por un lado, Hannover-Reino Unido, algunos pequeños principados alemanes y Prusia. Por otro, Sajonia, Suecia, Rusia, Francia y...¡quién lo iba a decir!... Austria-Hungría, la tradicional enemiga a muerte del país galo, pues los tres grandes imperios veían al flacucho e intrigante Federico II como su principal amenaza. España, de momento, prefirió mantenerse neutral dada su poca preparación y la falta de recursos necesarios para poder embarcarse entonces en la guerra; ya lo haría años más tarde en el momento más inadecuado y con calamitosas consecuencias en el infausto estreno de Carlos III como soberano.
El caso es que, tras más de tres años de conflicto, en los que las tropas prusianas habían demostrado, ante ejércitos muy superiores en efectivos y pertrechos, sus buenas cualidades logrando importantes victorias, Federico había visto cómo los austríacos, poniendo toda la carne en el asador, le acababan de reconquistar Silesia. El 22 de noviembre, un poderoso y bien entrenado ejército de más de 84.000 hombres al mando del príncipe Carlos Alejandro de Lorena, cuñado por partida doble de la reina María Teresa (estaba casado con la hermana pequeña de la soberana, de la que su hermano Francisco de Lorena era, asimismo, marido) había arremetido contra las tropas prusianas cercanas a Breslau, unos 30.000 hombres comandados por Augusto Guillermo de Brunswick-Bevern, quien, derrotado, sería capturado poco después y padecería cautiverio durante un año en manos austriacas, tras perder unos 6.000 hombres entre muertos, heridos y prisioneros, por 5.000 de los austriacos. La ciudad de Breslau capituló tres días después, el 25.
Parecía el golpe definitivo y letal contra aquel que toda Europa, profundamente admirada, conocía ya como el 'Rey Soldado'. Pero Federico era mucho Federico. Acababa de obtener el 5 de noviembre una decisiva victoria contra los francoaustriacos en Rossbach, en la Sajonia prusiana, donde, con apenas 22.000 hombres y 79 cañones había derrotado al ejército aliado de 30.000 franceses y 11.000 austríacos artillado con 45 cañones. El enemigo había fracasado por poco en su audaz intento de atacar por sorpresa el flanco del campamento de Federico, mientras una ligera pantalla de tropas dispuesta enfrente del grueso del ejército prusiano distraía la atención de éste. Una maniobra tan brillantemente concebida como difícil de llevar a la práctica si no se contaba con un ejército perfectamente entrenado. Y ése entonces no era el de los aliados, sino el prusiano.
Apoyado en su competente general de caballería, Federico Guillermo von Seydlitz http://en.wikipedia.org/wiki/Friedrich_Wilhelm_von_Seydlitz, héroe de las victorias en Praga y Kolin, ordenó un ataque general que sorprendió a medio desplegar a las tropas enemigas. Los jinetes prusianos desbandaron a los enemigos y, tras ponerles en fuga, cargó contra la infantería aliada a la par que sus fusileros y granaderos le cerraban el paso. Al final, a costa de perder sólo 500 hombres, Federico el Grande había provocado 5.000 bajas y capturado otros 5.000 hombres a sus enemigos, quienes emprendieron una veloz huída sumidos en la desconfianza y la cizaña entre ambas partes.
Tras esta nueva proeza en la que había derrotado a un ejército el doble de numeroso que el suyo, Federico tomó a lo más selecto y granado de su tropas, unos 13.000 hombres, y partió a toda velocidad rumbo a Silesia, distante a unas 170 millas, que el ejército prusiano cubrió a toda marcha en el increíble plazo, para la época, de sólo 12 días, algo totalmente inconcebible para sus enemigos. Consciente de lo mucho que se jugaba, el 28 de noviembre redactó de manera escueta y clarividente su testamento, que envió a su primer ministro, el taimado conde Carlos Guillermo Finck von Finckestein, en el que se estipulaba secretamente lo siguiente:
“He dado las órdenes a mis generales en lo referente a todos los asuntos que deben acometerse tras la batalla, ya sea la fortuna de la misma buena o mala. Del resto, en lo que atañe a mí mismo, deseo ser enterrado en Sans Souci [literalmente, 'Sin preocupaciones' en francés, el impresionante palacio rococó construido en 1745-1747 en Potsdam por Georg von Knobelsdorff para reemplazar a Dresde como residencia de la corte real y que era su residencia favorita http://es.wikipedia.org/wiki/Palacio_de_Sanssouci] , sin pompas ni honores, y de noche. Deseo que mi cuerpo no yazca en una capilla ardiente, sino que debería ser llevado allí sin ceremonias y enterrado por la noche.
“He dado las órdenes a mis generales en lo referente a todos los asuntos que deben acometerse tras la batalla, ya sea la fortuna de la misma buena o mala. Del resto, en lo que atañe a mí mismo, deseo ser enterrado en Sans Souci [literalmente, 'Sin preocupaciones' en francés, el impresionante palacio rococó construido en 1745-1747 en Potsdam por Georg von Knobelsdorff para reemplazar a Dresde como residencia de la corte real y que era su residencia favorita http://es.wikipedia.org/wiki/Palacio_de_Sanssouci] , sin pompas ni honores, y de noche. Deseo que mi cuerpo no yazca en una capilla ardiente, sino que debería ser llevado allí sin ceremonias y enterrado por la noche.
En cuanto a los asuntos públicos, la primera cosa debería ser dictar la orden a todos los oficiales al mando para que juren fidelidad a mi hermano [Federico Enrique Luis]. Si la batalla se gana, mi hermano deberá, a pesar de todo, enviar un emisario a Francia a llevar las nuevas y, al mismo tiempo, negociar los términos de la paz, con plenos poderes. Mi última voluntad tendrá que ser cumplida, pero ya liberé a mi hermano de todas las obligaciones económicas de la misma, porque la desolada condición de sus finanzas le haría imposible satisfacerlas. Le encomiendo a mis ayudas de campo, especialmente a Wobersnow, Krusemark, Oppen y Lentulus. Esto último debe tomarse como un testamento militar. Encomiendo toda mi Casa a su cuidado”. FEDERICO
Tras llegar a las inmediaciones de Leuthen, unificó su contingente con los restos del ejército derrotado en Breslau, que incluía nuevos reclutas inexpertos y tropas de guarnición, de menor valor militar, a los que galvanizó con su mera presencia, tan carismática para todos sus soldados.
Tras llegar a las inmediaciones de Leuthen, unificó su contingente con los restos del ejército derrotado en Breslau, que incluía nuevos reclutas inexpertos y tropas de guarnición, de menor valor militar, a los que galvanizó con su mera presencia, tan carismática para todos sus soldados.
La suerte estaba echada, y ese 4 de diciembre, 36.000 fieros prusianos ansiosos de revancha, se encaminaban a hacer frente a más de 76.000 confiados austríacos, ignorantes de la que se les venía encima.
Se enfrentaban, por un lado, 48 batallones de infantería, 128 escuadrones de caballería y 167 cañones prusianos frente a 84 batallones de infantería, 144 escuadrones de caballería y 210 cañones austriacos. En cuestión de artillería, Federico habría de contar con una ventaja que, a la larga, resultaría decisiva en la batalla. Fiel a su costumbre, añadió a su tren artillero todos los cañones que pudo desarmar de aquellas fortalezas por las que pasaba. De la de Glogau tomó 10 piezas de 12 libras, las más poderosas de ambos ejércitos, y que sembrarían de muerte y destrucción las filas austríacas en el momento más decisivo.
Curioso resultaba también lo de los artilleros de Federico, en su gran mayoría prusianos, y para los que, frente a la costumbre habitual de la época, solía reclutarse poca gente para servir en ella de los mismos lugares en los que se desarrollaban las campañas. El requisito incuestionable era que todos fueran protestantes, prohibiéndose expresamente a los católicos servir como artilleros de Prusia.
Federico era ciegamente seguido por sus soldados no sólo por su carisma, sus inigualables dones para la estrategia y la táctica o su compromiso de compartir en campaña las mismas condiciones que sus soldados, sino, sobre todo, por dirigirles en persona, siempre al frente de su ejército y de sus jinetes, aunque no era tan loco y estúpido de encabezar él mismo los ataques, sino que, desde una posición tan privilegiada como expuesta, dirigía a sus tropas con la maestría con que el ajedrecista desplaza sus piezas por el tablero hasta el jaque mate final. De ahí que redactara su testamento, en previsión del peor desenlace dado su obcecación por acompañar a sus soldados en la línea de fuego.
Consciente de que el enemigo estaba desplegado en un frente de unas cuatro millas en torno a Leuthen/Lissa y fuertemente atrincherado, decidió aplicar contra sus adversarios la misma táctica geneial que él había sufrido en su contra apenas unas semanas antes en Rossbach: una tenue cortina de caballería se situaría frente a la líea enemiga para fijarla y hacerle creer que allí se encontraba el grueso del ejército de Federico, mientras que éste, al frente de sus tropas, ordenaría un ataque general de la infantería sobre el flanco izquierdo austríaco, confiando en que éste se desmoronase ante una acometida tan superior en número y que su desbandada contagiara al resto del ejército austrohúngaro. Ni más ni menos que la misma táctica, la carga en orden oblicuo, que alplicó con gran éxito el general tebano Epaminondas para destrozar en la batalla de Leuctra (371 a.C.) a la hasta entonces invencible falange espartana, como ya vimos en este blog http://horapensar.blogspot.com/2010/07/san-iker-sara-y-el-poder-del-amor-como.html.
Más de 2.000 años después, otro genio militar, también homosexual como Epaminondas, se lo jugaba todo con la misma táctica que hizo inmortal al general tebano. Es probable que una personalidad tan cultivada como Federico recordara entonces el triste final de su alter ego heleno, muerto mientras conseguía un resonante triunfo en Mantinea, y cómo el bravo estratega griego había sido enterrado junto a su amante Capisdoros, también caído en el campo de batalla ese aciago día. Un hermoso acto de amor que Federico tal vez soñara en algún momento poder repetir en compañía de su añorado Von Katte, pero que le estaba vedado por su condición de monarca.
Fue entonces, en uno de esos momentos decisivos en los que el destino forja naciones y fronteras, aniquila y engrandece pueblos, o escribe a sangre y fuego tremendas historias que narrar durante generaciones, en que el rey de Prusia paso a la Historia merced a una arenga que entonces, y aún hoy, está considerada como uno de los discursos más sinceros y trascendentes pronunciados nunca por un rey en un campo de batalla, y que, a diferencia del genialmente imaginado por Shakespeare para su Enrique V en la no menos legendaria jornada de Agincourt http://horapensar.blogspot.com/2008/04/gmc-1-todos-los-das-debera-ser-san.html o del atribuido por la tradición y los guionistas a William Wallace en la gloriosa gesta de Stirling Bridge, éste sí que se conserva palabra por palabra.
Una arenga en la que Federico hizo honor a su apelativo de El Grande, y que pronunció en alemán y no en francés, como era su costumbre, para que llegara a todos y cada uno de sus generales, rudos veteranos de tantas y tantas campañas, a los que reunió aquel frío 3 de diciembre en medio de la nevada campiña y les espetó:
"Estáis al tanto, caballeros, de que el príncipe Carlos de Lorena ha tenido éxito en la toma de Schweidnitz, ha derrotado al duque de Bevern y se ha hecho el amo de Breslau, mientras yo estaba ocupado deteniendo el avance de los franceses y las fuerzas imperiales. Parte de Schleswig, mi capital y todos los pertrechos militares que esta tenía, están perdidos, y yo debería sentirme en la situacion más desesperada si no fuera por mi inquebrantable confianza en vuestro valor, vuestra constancia y vuestro amor por la Patria, que me habéis demostrado en tantas ocasiones en el pasado. Estos servicios a mí y a la Patria han tocado las fibras más profundas de mi corazón. No hay apenas ninguno entre vosotros que no se haya distinguido con sobresalientes hazañas de valor, por lo que me congratulo de que, en la ocasión que se aproxima, tampoco dejaréis de cumplir ningún sacrificio que vuestro país os pudiera demandar.
Y esta oportunidad está próxima a la mano. Sentiría que no he conseguido nada si dejara a Austria en posesión de Schleswig. Dejadme que os diga que me propongo, en desafío a todas las normas del arte la guerra, atacar al ejército del príncipe Carlos, tres veces más numeroso que el nuestro, allá donde lo encuentre. No importa el número de los enemigos, ni importa la posición que han ocupado; todo eso espero superarlo con la devoción de mis tropas y el cuidadoso desarrollo de mis planes. Debo tomar este paso, o todo estará perdido; debemos derrotar al enemigo, aunque acabemos todos enterrados bajo sus baterías. Así lo creo, y así actuaré.
Comunicad mi decisión a todos los oficiales del ejército; preparad al soldado raso para los esfuerzos que han de llegar, y decidle que me siento legitimado a esperar de él una obediencia sin reparos. Recordad que sois prusianos y que no podéis mostraros indignos de semejante distinción. Pero si hubiera entre vosotros alguno que tema compartir conmigo todos y cada uno de los peligros, entonces lo licenciaré sin ningún reproche por mi parte.
[El silencio con que fueron atendidas sus palabras y la emocionada excitación reflejada en los rostros de tan curtidos guerreros, fue el mejor indicio para Federico de que había acertado de pleno con su discurso. Entonces, con una sonrisa, añadió:]
Estaba convencido de que ninguno de vosotros deseaba abandonarme. Cuento, entonces, con vuestro fiel apoyo y la certeza en la victoria. Si yo no pudiera regresar para premiaros por vuestra devoción, la misma Patria lo hará. Retornad a vuestro campamento y repetid a vuestras tropas lo que habéis oído de mí.
[Y entonces, recuperando su posición como inflexible jefe supremo del ejército, y responsable último de su inquebrantable disciplina, añadió:]
Al regimiento de caballería que en el momento de recibir la orden no se lance sobre el enemigo, lo desmontaré inmediatamente después de la batalla, y lo convertiré en un regimiento de guarnición. Al batallón de infantería que apenas comience a dudar, no importa cuál sea el peligro, perderá sus banderas y sus espadas [la espada era un arma de prestigio en los ejércitos del siglo XVIII, ya que sólo podía ser portada en público por aristócratas y soldados, e incluso estaba vedado a los burgueses lucirla en la calle bajo pena; por ello, el privilegio de portar espada era un incentivo demasiado tentador para los muchos campesinos y obreros cuasianalfabetos que veían en esta circunstancia una manera de impresionar a su entorno social] y se le arrancarán los encajes dorados [otro signo honorario de distinción] de su uniforme.
Y ahora, caballeros, adiós, hasta que hayamos derrotado al enemigo o ya no podamos vernos más los unos a los otros".
Semejante discurso encendió el ánimo y el espíritu de combate de las tropas prusianas hasta extremos impensables. Así, en la brumosa mañana del 5 de diciembre, aprovechando la confianza del ejército enemigo en su poderosa posición, Federico ejecutó su plan. A la vez que sus cañones, superiores en cantidad y potencia de fuego, arrasaban las defensas del flanco izquierdo austriaco, defendido sólo por 10 batallones de infantería, el grueso de su ejército, muy superior en número, se lanzó feroz sobre esos desgraciados a través de la campiña nevada. Mientras, Carlos de Lorena y el capaz mariscal Daun (cuya memoria honra una bonita escultura en el complejo imperial de Viena http://upload.wikimedia.org/wikipedia/en/c/c3/Pict4666.JPG ) mantenían inalterable la disposición de sus tropas, creyendo que el ataque prusiano era sólo una finta de distracción. Pero cuando pasado el tiempo, cayeron en la cuenta de lo que realmente ocurría, y enviaron su fantástica caballería para exterminar a los prusianos y restablecer la situación, se vieron frenados por los no menos excelentes jinetes de Von Seydlitz, que terminaron por poner en fuga a los imperiales.
"Estáis al tanto, caballeros, de que el príncipe Carlos de Lorena ha tenido éxito en la toma de Schweidnitz, ha derrotado al duque de Bevern y se ha hecho el amo de Breslau, mientras yo estaba ocupado deteniendo el avance de los franceses y las fuerzas imperiales. Parte de Schleswig, mi capital y todos los pertrechos militares que esta tenía, están perdidos, y yo debería sentirme en la situacion más desesperada si no fuera por mi inquebrantable confianza en vuestro valor, vuestra constancia y vuestro amor por la Patria, que me habéis demostrado en tantas ocasiones en el pasado. Estos servicios a mí y a la Patria han tocado las fibras más profundas de mi corazón. No hay apenas ninguno entre vosotros que no se haya distinguido con sobresalientes hazañas de valor, por lo que me congratulo de que, en la ocasión que se aproxima, tampoco dejaréis de cumplir ningún sacrificio que vuestro país os pudiera demandar.
Y esta oportunidad está próxima a la mano. Sentiría que no he conseguido nada si dejara a Austria en posesión de Schleswig. Dejadme que os diga que me propongo, en desafío a todas las normas del arte la guerra, atacar al ejército del príncipe Carlos, tres veces más numeroso que el nuestro, allá donde lo encuentre. No importa el número de los enemigos, ni importa la posición que han ocupado; todo eso espero superarlo con la devoción de mis tropas y el cuidadoso desarrollo de mis planes. Debo tomar este paso, o todo estará perdido; debemos derrotar al enemigo, aunque acabemos todos enterrados bajo sus baterías. Así lo creo, y así actuaré.
Comunicad mi decisión a todos los oficiales del ejército; preparad al soldado raso para los esfuerzos que han de llegar, y decidle que me siento legitimado a esperar de él una obediencia sin reparos. Recordad que sois prusianos y que no podéis mostraros indignos de semejante distinción. Pero si hubiera entre vosotros alguno que tema compartir conmigo todos y cada uno de los peligros, entonces lo licenciaré sin ningún reproche por mi parte.
[El silencio con que fueron atendidas sus palabras y la emocionada excitación reflejada en los rostros de tan curtidos guerreros, fue el mejor indicio para Federico de que había acertado de pleno con su discurso. Entonces, con una sonrisa, añadió:]
Estaba convencido de que ninguno de vosotros deseaba abandonarme. Cuento, entonces, con vuestro fiel apoyo y la certeza en la victoria. Si yo no pudiera regresar para premiaros por vuestra devoción, la misma Patria lo hará. Retornad a vuestro campamento y repetid a vuestras tropas lo que habéis oído de mí.
[Y entonces, recuperando su posición como inflexible jefe supremo del ejército, y responsable último de su inquebrantable disciplina, añadió:]
Al regimiento de caballería que en el momento de recibir la orden no se lance sobre el enemigo, lo desmontaré inmediatamente después de la batalla, y lo convertiré en un regimiento de guarnición. Al batallón de infantería que apenas comience a dudar, no importa cuál sea el peligro, perderá sus banderas y sus espadas [la espada era un arma de prestigio en los ejércitos del siglo XVIII, ya que sólo podía ser portada en público por aristócratas y soldados, e incluso estaba vedado a los burgueses lucirla en la calle bajo pena; por ello, el privilegio de portar espada era un incentivo demasiado tentador para los muchos campesinos y obreros cuasianalfabetos que veían en esta circunstancia una manera de impresionar a su entorno social] y se le arrancarán los encajes dorados [otro signo honorario de distinción] de su uniforme.
Y ahora, caballeros, adiós, hasta que hayamos derrotado al enemigo o ya no podamos vernos más los unos a los otros".
Semejante discurso encendió el ánimo y el espíritu de combate de las tropas prusianas hasta extremos impensables. Así, en la brumosa mañana del 5 de diciembre, aprovechando la confianza del ejército enemigo en su poderosa posición, Federico ejecutó su plan. A la vez que sus cañones, superiores en cantidad y potencia de fuego, arrasaban las defensas del flanco izquierdo austriaco, defendido sólo por 10 batallones de infantería, el grueso de su ejército, muy superior en número, se lanzó feroz sobre esos desgraciados a través de la campiña nevada. Mientras, Carlos de Lorena y el capaz mariscal Daun (cuya memoria honra una bonita escultura en el complejo imperial de Viena http://upload.wikimedia.org/wikipedia/en/c/c3/Pict4666.JPG ) mantenían inalterable la disposición de sus tropas, creyendo que el ataque prusiano era sólo una finta de distracción. Pero cuando pasado el tiempo, cayeron en la cuenta de lo que realmente ocurría, y enviaron su fantástica caballería para exterminar a los prusianos y restablecer la situación, se vieron frenados por los no menos excelentes jinetes de Von Seydlitz, que terminaron por poner en fuga a los imperiales.
Los combates, tremendos y encarnizados (como reflejan dos de los tres maravillosos y conocidos cuadros que dedicó Carl Rochling al asalto de Leuthen a cargo de la temible infantería de Federico, fotos 2 y 3), durarían unas cinco horas, en las que algunos soldados prusianos dispararon hasta 180 tiros de mosquete, cantidad impresionante para la época (las cartucheras solían llevar entre 9-20 proyectiles, lo que refleja la intensidad de los combates, la resistencia y calidad de sus armas de llave de chispa -que tenían que cambiar de pedernal cada 30 disparos de media y de llave cada 100-, y cómo la perfecta logística de Federico mantuvo en todo momento bien abastecidas a sus tropas). Para entonces, los fusileros y granaderos habían hecho buena la máxima de su rey de que "crea más terror al enemigo el tener tres soldados a su espalda que treinta enfrente", y la línea austríaca, deshecha, comenzaba a derrumbarse al verse en peligro de ser envuelta. Por miles emprendieron las tropas imperiales una despavorida huída hacia los cercanos bosques de Lissa, perseguidos por la caballería prusiana.
En total, a cambio de 1.175 oficiales y soldados muertos, y de 5.207 heridos, para un total de 6.382 bajas, los prusianos habían causado al casi tres veces superior enemigo austríaco unos 3.000 muertos, entre 6.000 y 7.000 heridos y más de 12.000 prisioneros, capturando también 46 banderas y 131 cañones de sus adversarios. Otros 10.000 austríacos fueron atrapados por la caballería en sus persecuciones, a los que se sumarían en días posteriores los 17.000 defensores de Breslau, abandonados a su suerte sin esperanza de auxilio por la retirada a toda velocidad de Carlos de Lorena (al que nunca más le pondrían los austríacos un ejército a sus órdenes) con lo que quedaba de sus tropas.
Un triunfo resonante, el más increíble de todas las grandes batallas del siglo XVIII, que todavía hoy se estudia en las mejores academias militares de todo el mundo como "una obra maestra de la táctica". De hecho, el esclarecedor mapa que abre este post pertenece a la serie dedicada por la Academia de West Point a las 1.000 acciones militares más importantes de todos los tiempos.
Muchos historiadores consideran que, con este triunfo, Federico evitó la completa desaparición de su reino. La Guerra de los Siete Años continuó con diversa fortuna para las armas del Rey Soldado, del Viejo Fritz como le llamaban imbuidos de respeto sus soldados, hasta desembocar en una conclusión increíble, consiguiendo Prusia todos sus objetivos en lo territorial y lo político no sin muchas dosis de fortuna y un par de guiños del destino.
Del conflicto que asoló su país, salía una Prusia convertida en gran potencia a tener en muy cuenta a la hora de determinar el reparto de poder en Europa. Federico, desde su gobierno cargado de innovadoras y progresistas reformas para su país, entre las que está la introducción del cultivo de la patata en 1756, justo en vísperas de la guerra, sentó mejor que ningún contemporáneo las bases del Despotismo Ilustrado. Su afición por la música -era un excepcional flautista, fue uno de los primeros difusores de un fantástico y novedoso instrumento como era el piano, y tuvo como músico de cámara al hijo más famoso del mismísimo Johann Sebastian Bach, a quien trataba a menudo e invitó a visitar su capital, donde no desaprovechó la ocasión para pedirle que le afinara sus flamantes doce pianos Silbermann y los órganos de sus iglesias -, a la que debemos maravillas como la Marcha Hohenfriedbeger http://www.youtube.com/watch?v=PcUR6y6Kmkk&feature=related con la que evocaba su gran triunfo en 1745, dio otro fruto extraordinario, si hacemos caso a la leyenda -lamentablemente desmentida por las pruebas históricas http://nacional.esunmomento.es/index.php?view=article&catid=12%3Ageneral&id=91%3Ahimno-nacional-de-espana&option=com_content&Itemid=5- que lo situaba como el autor de esa marcha granadera que regaló a su querido Carlos III -casado con su prima Amalia de Sajonia- y que el monarca español habría de elegir como la representativa de su Corona y que devendría, con el paso de los siglos, en himno nacional de todos los españoles .
De la famosa arenga, tan recordada por el pueblo alemán desde entonces como uno de los momentos claves en los orígenes y fundación de su país -y que fue continuamente evocada durante la Segunda Guerra Mundial por la propaganda nazi como un intento de levantar la moral ante la cada vez más inevitable derrota-, se recuerdan cuatro famosas representaciones pictóricas, muy populares allí. Una, a cargo del gran Richard Knötel (foto 6) que le daba un aire de comic chulísimo a todas sus representaciones de la época. Y dos de Adolph von Menzel, el gran artista de las hazañas federiqueñas, con un conocido grabado (foto 9) y un cuadro inacabado de 1858 que se conserva en el Staatliche Museum de Berlín, paradójicamente, se considera la mejor representación en lo artístico de tan trascendente momento (foto 5).
La cuarta, tristemente desparecida por los azares de la guerra y la inquina del totalitarismo comunista era el estupendo fresco obra de Fritz Roeber en 1882 (foto 8) para la Ruhmeshalle ('Salón de la Fama') http://commons.wikimedia.org/wiki/Ruhmeshalle_Berlin de Berlín. Un imponente edificio, el del antiguo Arsenal de la ciudad, en cuyos muros había grandes representaciones pictóricas, acopañadas en sus salas y jardines, de fabulosas esculturas que rememoraban las pasadas glorias de Prusia y de los Hohenzollern. Semi destruida por los bombardeos y los combates de 1945, fue definitivamente eliminada por las autoridades de la Alemania Oriental, y reemplazada por otro edificio destinado a glosar la hisotria alemana desde una doble perspectiva, 'marxista' y 'progresista'... Lógico, cuando Prusia había dejado de existir como tierra germana, repartida entre la URSS y Polonia. De la magnífica pintura de Roeber nos quedan las fotos anteriores a la guerra y una postal que fue muy popular hace unas décadas, en plena Guerra Fría, en la República Federal Alemana (foto 7)
Para hacernos idea de la grandeza de Federico y el respeto que generaba entre sus contemporáneos, basta el testimonio del mismo Napoleón Bonaparte quien, en el cénit de su poder, al visitar en 1807 la tumba en Potsdam del gran soberano (que había fallecido en 1786, a los 74 años) tras derrotar a la Cuarta Coalición de potencias europeas aliadas en su contra, exclamó ante sus oficiales: "Caballeros, si este hombre siguiera vivo, yo no estaría aquí".
Gracias por la dedicatoria.
ResponderEliminarEmocionante escultura de Rodin. En la próxima, la publicaré en lugar del cartel de Auxilio Social.
Arigato gozaimasu
Un saludo.
Gracias a vosotros por ser tan buena gente y haceros tanto de querer. Qué menos que compartir con los amigos tan buenas noticias... Abrazaco de luchador de sumo y un besico fuerte a Cristina.
ResponderEliminarQué tesorito de post
ResponderEliminarMe alegro mucho de que te guste. Leyendo cosas de éstas es como me he criado, y así ha salido al final la criatura...
ResponderEliminarEsto es un blog y no lo que se ve por ahí. Un post magnífico, detallado e interesante. Me admira el esfuerzo que haces para ofecernos temas tan bien detallados. El de los arqueros ingleses me pareció impresionante. Aunque no siempre comente, sí que visitio el sitio y aprecio el trabajo que le dedicas. Muchas gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias a ti, Conde! Te agradezco infinito tus comentarios y espero seguir posteando cosas que puedan mantener tu interés y el del resto de visitantes del blog. Un cordial saludo
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