Felicidades a esta maravilla tecnológica y arquitectónica que hoy cumple los 128 años de su inauguración oficial por las autoridades (el público tuvo que esperar hasta mayo para ascender por sus ferrosas estructuras).
Como en todo gran proyecto, no podía faltar la voz discordante y horrorizada de los principales intelectuales y artistas de la época, que demostraron una visión artística y urbanística bastante alejada del común de los mortales, que para eso eran ellos los mejores cerebros pensantes y más cualificados estetas de toda Francia (de los que admiro mucho a unos cuantos).
Así, justo cuando comenzó la construcción de lo que ellos veían poco más o menos como un artefacto diabólico inspirado por la musa del mal gusto, Guy de Maupassant, Charles Gounod, Victorien Sardou, Charles Garnier, François Coppée, Sully Prudhomme, Leconte de Lisle, William Bouguereau , Alexandre Dumas (hijo), Ernest Meissonier, Joris-Karl Huysmans y Paul Verlaine, entre otros, publicaron en febrero de 1887 la siguiente carta, que de principio a fin no tiene el menor desperdicio, y por eso la incluyo sin quitarle una coma:
"Nosotros, escritores, pintores, escultores, arquitectos, apasionados aficionados por la belleza de París hasta ahora intacta, venimos a protestar con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra indignación, en nombre del gusto francés anónimo, en nombre del arte y de la historia francesa amenazadas, contra la erección en pleno corazón de nuestra capital, de la inútil y monstruosa torre Eiffel, a la que la picaresca pública, a menudo poseedora de sentido común y espíritu de justicia, ya ha bautizado con el nombre de Torre de Babel.
Sin caer en la exaltación del chauvinismo, tenemos el derecho de proclamar alzando la voz que París es la ciudad sin rival en el mundo. Por encima de sus calles, de sus amplios bulevares, a lo largo de sus admirables avenidas, en mitad de sus magníficos paseos, surgen los más nobles monumentos que el género humano haya creado.
¿Vamos a permitir profanar todo eso?
¿La ciudad de París va a relacionar los más antiguos edificios barrocos con las mercantiles imaginaciones de un constructor de máquinas, para afearse irreparablemente y deshonrarse?
Pues la torre Eiffel, que incluso la capitalista América no querría, es sin dudar ¡la deshonra de París! Todo el mundo lo sabe, todo el mundo lo dice, todos se afligen profundamente, y nosotros no somos más que un débil eco de la opinión universal y legítimamente alarmada.
Cuando los extranjeros vengan a visitar nuestra Exposición, exclamarán asombrados: “¡Cómo! ¿Es este el horror que los franceses han encontrado para darnos una idea de su gusto tan halagado?” Tendrán razón burlándose de nosotros, porque el París de los sublimes góticos, el París de Jean Goujon, de Germain Pilon, de Puget, de Rude, de Barye, etc., se habrá convertido en el París del Sr. Eiffel.
Para hacerse una idea de lo que adelantamos, basta además imaginarse una torre vertiginosamente ridícula dominando París, así como una negra y gran chimenea de una fábrica, aplastante con su enorme masa. Notre Dame, La Sainte-Chapelle, la torre Saint-Jacques, el Louvre, la cúpula de los Inválidos, el Arco del Triunfo, todos nuestros monumentos humillados, toda nuestra arquitectura venida a menos, desapareciendo entre ese sueño asombroso. Y durante veinte años veremos alargarse sobre toda la ciudad, todavía estremecida por el genio de tantos siglos, como una mancha de tinta, la odiosa sombra de la odiosa columna de hierro forjado.
Son ustedes, los que tanto aman París, los que la han embellecido y protegido contra las devastaciones administrativas y el vandalismo de las empresas industriales, a quienes corresponde el honor de defenderla una vez más.
Nosotros llamamos su atención para pleitear por la causa de París, sabiendo que dispensarán en ello toda su energía, toda la elocuencia que debe inspirar a un artista la belleza del amor, lo que es grande y lo que es justo… Y si nuestro grito de alarma no es oído, si nuestras razones no son escuchadas, si París se obstina en la idea de deshonrar París, al menos ustedes y nosotros habremos hecho escuchar una protesta que honra".
Aparte de la carta, los intelectuales y artistas, como únicos poseedores de la verdad, según parece, continuaron dedicando epítetos de toda condición a la estilizada construcción eiffeliana, "farola trágica" (Leon Bloy), "esqueleto de atalaya" (Paul Verlaine), "mástil de hierro de aparejos
duros, inconclusos, confusos, deformes" (François Coppée), “tubo de fábrica en construcción,… supositorio acribillado de hoyos" (Joris-Karl Huysmans)...
Ante semejante cantidad de chorradas de estas mentes pensantes que sólo querían salvaguardar la belleza de "la ciudad sin rival en el mundo", Eiffel (el señor de la chistera en la segunda foto, el día en que se inauguró la torre, hace hoy 128 años), respondió a esta lluvia de críticas con otra epístola que, con elegancia, adivinaba cuál sería el éxito final que acompañaría al proyecto una vez culminado, y deja en ridículo a tanto personaje pagado de sí mismo y encantado de haberse conocido:
"¿Cuáles son los motivos que aducen los artistas para protestar contra la erección de la torre? ¡Qué es inútil y monstruosa! Hablaremos de la inutilidad enseguida. Nos ocuparemos de momento del mérito estético sobre el que los artistas son en particular más competentes.
Me gustaría saber sobre que fundamentan su juicio. Pues, dense cuenta, señores, que esta torre nadie la ha visto y nadie podrá decir lo que será antes de que esté construida. Solamente se la conoce hasta ahora por un simple dibujo geométrico; pero sea quien sea el que haya publicado cien ejemplares, ¿acaso se apreciar con competencia el efecto general artístico de un monumento basándose en un simple dibujo, cuando ese monumento sea de las dimensiones ya concretas y definitivas?
Y cuando la torre haya sido construida y sea mirada como algo bello e interesante, ¿los artistas no lamentarán el haber tomado partido tan rápido y tan a la ligera haciendo esta campaña? Que esperen a haberla visto para hacerse una idea precisa y poder juzgarla.
Les diría todo lo que pienso y todas mis esperanzas. Creo, a mi vez, que la torre tendrá su belleza propia. ¿Porque nosotros somos ingenieros, creen ustedes que la belleza no nos preocupa en nuestras construcciones y que incluso al mismo tiempo que hacemos algo sólido y perdurable no nos esforzamos por hacerlo elegante? ¿Es que las auténticas condiciones de la fuerza no son siempre compatibles con las condiciones secretas de la armonía? El primer principio de la estética arquitectónica es que las líneas esenciales de un monumento estén determinadas por la perfecta adecuación a su destino.
Ahora bien, ¿cuál es la condición que yo he tenido en cuenta en lo relativo a la torre? La resistencia al viento. ¡Pues bien! Pretendo que las curvas de de los cuatro pilares de la torre del monumento tales como el cálculo las ha determinado, sean los que partiendo de un enorme e inusitada distancia entre ellos, vayan alzándose hasta la cima. Darán una gran impresión de fuerza y belleza; pues traducirán a las miradas la audacia de la concepción en su conjunto, del mismo modo que los numerosos vacíos presentes en los propios elementos de la construcción acusaran fuertemente la constante preocupación de no entregarse inútilmente a las violencias de las tormentas en las superficies peligrosas para la estabilidad del edificio.
La torre será el edificio más alto que jamás hayan elevado los hombres. ¿No será pues grandioso también a su manera? Y por qué lo que es admirable en Egipto se convertiría en odioso y ridículo en París? Por mucho que lo intento, confieso que no lo entiendo. La protesta dice que la torre va a aplastar con su gran masa a Notre Dame, la Santa Capilla, la torre Saint-Jacques, el Louvre, la cúpula de los Inválidos, el Arco del Triunfo, todos nuestros monumentos ¡Cuántas cosas a la vez! Realmente me resulta gracioso. Cuando se quiere admirar Notre-Dame, uno va a verla desde el atrio.¿En qué afecta la torre desde el Campo de Marte la curiosa localización del atrio de Notre-Dame? ¿Quién no la verá? Además esa es una de las ideas más falsas, aunque más extendidas, incluso entre los artistas, consistente en creer que un edificio elevado aplasta las construcciones de su alrededor.
Fíjense si el edificio de la Ópera no parece más aplastada por las casas del vecindario que no ella quien las aplasta. Vayan al puente de la Estrella, y porque el Arco del Triunfo es grande, las casas de la plaza no les parecerán más pequeñas. Al contrario, las casas parecen tener la altura que realmente tienen, es decir más o menos quince metros, y es necesario un esfuerzo de espíritu para persuadirse de que el Arco del Triunfo mide cuarenta y cinco, es decir tres veces más.
Queda la cuestión de la utilidad. Aquí, puesto que abandonamos el dominio artístico, me estará permitido oponer la opinión de los artistas a la del público. No creo en absoluto dar muestras de vanidad diciendo que proyecto alguno jamás ha sido tan popular; tengo a diario la prueba de que no hay en París personas, por humildes que sean, que no la conozcan y se interesen por ella. Incluso en el extranjero, cuando debo viajar, estoy asombrado de la repercusión que ha tenido.
En cuanto a los sabios, los verdaderos jueces de la cuestión de la utilidad, puedo decir que son unánimes. No solamente la torre promete interesantes observaciones para la astronomía, la meteorología y la física, no solamente permitirá en tiempos de guerra tener a París constantemente comunicado con el resto de Francia, pero al mismo tiempo será la prueba deslumbradora de los progresos realizados en este siglo por el arte de los ingenieros. Es solamente en nuestra época, en estos últimos años, cuando se podían realizar los cálculos con la suficiente seguridad y trabajar el hierro con bastante precisión para soñar en una tan gigantesca empresa.
¿Acaso no supone nada para la gloria de París que este resumen de la ciencia contemporánea sea erigido entre sus muros?"
Cada día admiro más a este genio llamado Gustavo Eiffel...
2 comentarios:
Interesante planteamiento, algo que nos parece imprescindible para reconocer el paisaje parisino, algo atractivo, incluso bello, era a los ojos de los creadores de su época la antítesis del Arte. Podemos suponer que su opinión manifestaba, tal vez, el rechazo al feismo industrialista, aquello no era un arco de triunfo, un palacio ni un templo, objetos a en cuya construcción se materializaba el espíritu. Podemos disculparles porque, simplemente, todavía no sabían que lo industrial, construido sobre nuevos soportes o materiales hasta entonces no muy empleados, también podía ser bello. En definitiva, era algo todavía inusual. El post también debe invitarnos a reflexionar como cosas -edificios, esculturas, construcciones- que ahora nos parecen delezables no van a encontrar acomodo en el gusto y sensibilidad de generaciones futuras que consideren nuestras críticas como faltas de vista o resistencias reaccionarias. Al fin y al cabo, soy lo suficientemente mayor para haber visto desarrollarse las pintadas desde los lemas políticos garabateados a toda prisa de la Transición a Banksy.
Sabias reflexiones, señor Conde...
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